Primera Parte: El Columpio.

46 8 2
                                    

   

 Todavía recuerdo la primera vez que te vi. Estaba caminando lentamente por el parque observando cómo mis pasos me llevan a ningún lugar, cuando mi mirada se dirigió hacia una niña con rulos castaños sentada en un columpio. Noté que tenías los brazos cruzados, tus pies apenas podían tocar el suelo con las puntas, tus rulos color chocolate caían suavemente por tus hombros, y pude ver que sobresalía un pequeño sollozo de tus finos labios; estabas enojada. Me armé de valor y me dirigí hacia donde te encontrabas y te hablé; levantaste tu mirada y tus ojos color jade chocaron con los míos  y me dijiste que no sabías columpiarte y eso te ponía triste, entonces una idea se cruzó por mi cabeza. Decidí agarrar las cadenas que sujetaban al columpio en el que estabas sentada, y te empujé hacia adelante con toda la fuerza que mi débiles brazos permitían. Pude ver la gran sonrisa que se asomó por tu cara, y tus rulos irse suavemente hacia atrás al compás del viento que chocaba contra tu cara mientras cerrabas tus ojos y disfrutabas del aire contra tus mejillas ligeramente sonrosadas. En ese momento sonreí inconscientemente, me sentí como si fuera tu héroe. Me alegró poder hacerte sonreír así. A partir de ese momento quedó entre nosotros como una cita natural, encontrarnos todas las tardes en el parque, el cual con el tiempo se fue convirtiendo en mi mundo mágico y lleno de fantasía, en donde yo me sentía  como el príncipe que acudía al llamado silencioso de mi princesa.

    Con el paso de los días nos volvimos mejores amigos. Tú y yo, todos las tardes en un mismo lugar, en nuestro columpio. Todo parecía ir bien, hasta ese día que aparecí con ojeras. Me habías preguntado por qué tenía sombras negras alrededor de mis ojos, yo solo te dije que estaba un poco enfermo, y que me dolía la cabeza. En ese momento te levantaste de donde estabas sentada y depositaste un beso en mi cabeza, y dijiste que tu madre, cada vez que te dolía algo, suavizaba el dolor de esa manera. Sentí mi rostro arder de vergüenza y una sonrisa tímida se dibujó en mi cara; sabía que ese beso no podía curarme, pero me sentía feliz de tenerte y eso era todo lo que necesitaba para sentirme mejor.

     Recuerdo cuando nos sentábamos a comer algodones de azúcar que nos compraba mi mamá, los terminábamos rápidamente ya que nos gustaban demasiado, y disfrutábamos el momento. Prometimos que solo podíamos comerlos si estábamos juntos, y que nunca nadie prodía separarnos, solo éramos tú y yo.

Warrior.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora