Complot para matar al diablo

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Yesid Toro Meléndez


COMPLOT PARA MATAR AL DIABLO

Yesid Toro Meléndez nació en 1976 en Zarzal, Valle del Cauca. Se involucró en el periodismo a los 17 años, lo que le permitió conocer varias regiones de Colombia, como el Magdalena Medio, el Cauca, Nariño y Putumayo. Ha sido reportero en el Diario del Sur, El Tiempo (freelance), El País y el Diario Q'hubo, en Cali. Bloguero y miembro de la Red Reporteros de Colombia, ha realizado investigaciones y reportajes sobre paramilitarismo, conflicto armado y violencia urbana.

Cuando la felicidad nos toca es cuando menos nos damos cuenta de que somos felices.

Héctor Abad Faciolince

Cuando se muere en la calle, se acaba formando un estruendo horroroso alrededor.

Roberto Saviano

En qué momento muere el gusano de seda después de haberse encerrado en su capullo y haber trancado la puerta, cómo es posible que haya nacido la

vida de la muerte de otro, la vida de la mariposa
de la muerte del gusano.

José Saramago


El nacimiento del mal

1

Marta salió corriendo de su casa para ver lo que una vecina le había dicho: que Riki estaba como loco, encarnizado, pegándole puñaladas a un hombre que iba en una bicicleta. Dos cuadras más delante de su casa, en efecto, su hijo alzaba los brazos una y otra vez, y chispeaba con la sangre de su víctima la camiseta blanca que ella le había regalado ese día con el dinero que había ganado vendiendo empanadas. La calle pronto se llenó de gente que le pedía a gritos al enloquecido Riki que soltara a aquel hombre. La víctima era un zapatero, bajito y poco agraciado, que se había cruzado por aquella calle para ir a visitar a un amigo. Cuando estaba a punto de llegar a la esquina donde está la tienda de don Alonso, Riki y otro muchacho se le atravesaron para robarle la bicicleta. El zapatero se negó al hurto y enseguida sintió la primera puñalada en el rostro. Luego vino otra, una más en el rostro, otra en el cuello. Con cada entrada del cuchillo el hombre sentía que el alma se le escapaba,que moría mirando a los ojos al loco que lo atacaba sin poder decirle que parara porque la sangre le ahogaba el grito de auxilio. El ataque se hizo más feroz y cuando Riki se detuvo le había metido quince puñaladas. El ojo derecho le colgaba, la forma de su rostro no se distinguía entre los chorros de sangre.

¡Lo mató! ¡Dios mío, lo mató! Los gritos se escuchaban desde los balcones, desde las ventanas, desde la tienda de don Alonso, pero nadie podía socorrer al pobre zapatero, quien yacía tirado en el suelo mandando manotazos al aire como queriendo agarrar la vida que se le iba. Riki lo miraba con ojos desorbitados. Tenía el cuchillo en la mano y lo seguía mirando. Marta estaba estupefacta. Nunca había visto a su hijo convertido en el animal salvaje que tenía al frente. Ya algo le habían contado sobre las malas andanzas del muchacho; que fumaba marihuana con los malos amigos del barrio, que le había robado la bicicleta a una jovencita de la calle caliente, que estaba volviéndose violento y que muchos le tenían miedo. Pero por la cabeza nunca se le había pasado que fuera capaz de cometer tal ataque contra una persona indefensa y menos por robarle una bicicleta que, bien vendida, no llegaba a valer más de treinta mil pesos. Marta miraba a su hijo con asombro. Y quiso agarrarlo, pero nuevamente se abalanzó contra el zapatero, en un nuevo y más despiadado ataque.

En la estación de policía de Mariano Ramos, el agente Martínez recibió una llamada de emergencia: "Señor agente, mire que un muchacho está enloquecido dándole puñal a un pobre hombre. Yo creo que es por robarlo. Venga pronto, por Dios", dijo una mujer a través del auricular. Martínez colgó el teléfono y llamó a su compañero; subieron ambos a la motocicleta que les asignaron para los recorridos por los cinco barrios que patrullaban y salieron de la estación. Llevaba en el cinto un revólver 38 largo que recién le habían entregado como dotación. "Ya era hora de tener una de éstas. ¡Con tanto loco que hay en las calles!", pensaba el policía. Mientras iba en la moto esculcaba entre sus recuerdos si había estado algún día en esa calle de donde lo llamaron."Riki... ¡ya sé quién es!". A su mente vino el recuerdo de aquel muchacho de 15 años, negro, espigado, de 170 de estatura. La descripción del menor estaba en el libro de anotaciones de la estación de policía y en él le figuraban varias detenciones por hurto y porte de armas de fuego. De hecho, Marta, la madre de Riki, firmó varias de esas actas que eran enviadas a los jueces de menores, que a su vez ordenaban medidas de protección que quedaban a cargo del Instituto de Bienestar Familiar, entidad que debía hacerlas cumplir. Martínez sabía que no sólo se enfrentaba a un ladroncito de barrio que creía tener agarrado el toro por los cachos; Riki era también un menor de edad al que ya le achacaban varios muertos. Pero eso, aunque se sabía en las calles y en los pasillos de varias estaciones de policía, no podía ser probado ante la justicia. Nunca lo habían capturado en flagrancia, nunca nadie lo había denunciado.

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