Peter se acercó a ella. Parecía confusa, inquieta, tal vez algo perturbada; pero su rostro no denotaba ningún miedo. Acababa de ver morir a más de 20 de los suyos, uno tras otro, esperando que llegara su turno, pero en su cara no podía apreciarse la menor pizca de temor, ni de horror, ni de pánico... De hecho, ya no había nada, la confusión se había esfumado de su rostro, las manos sudorosas que hasta hacía a penas un segundo habían temblado sin parar ahora estaban tan quietas como las aguas del río de un reino sin viento, la mirada que tanto tiempo llevaba deambulando sin rumbo; buscando no sabía el qué, al fin se había quedado quieta, fija en ningún sitio.
Peter titubeó, la tarea de matar lorks no le gustaba, la de matar crías de lorks le horrorizaba. Sabía perfectamente lo que esas bestias le habían hecho a su pueblo, sabía que merecían la muerte tanto como el dios Sint que mató a su propio hermano para gobernar un reino que luego quemó, sabía que su deber era matar a cada uno de esos monstruos. Pero la idea de matar a alguien que no había hecho nada, una niña de no más de 10 lustros que apenas si sabía lo que era un Scho, el látigo triple de más de 10 metros que los lorks utilizaban en sus famosas torturas, y que ni siquiera sabía por qué estaba allí, le paraba el corazón, le producía un dolor más allá del físico, esa sensación de hundimiento que tanto odiaba. A pesar de todo tenía que hacerlo.
Al fin se dispuso a acabar su tarea encendiendo de nuevo el fuego y agarrando a Ferro, su fiel espada, tan larga y afilada como oxidada. Era ese tipo de espadas de aspecto viejas y descuidadas; torturadas por el tiempo, y de ejecución tan firmes y disciplinadas como la misma Petra del grandioso dios Edio. Se acercó a la chica de nuevo, espada en mano, y la observó detenidamente. Seguía igual que antes, juraría que no se había movido un solo centímetro, su inexpresiva mirada seguía apuntando a la nada, ni siquiera hizo amago de apartarse cuando sintió el acero de Ferro rozando su garganta. Peter no lograba entender como una niña tan pequeña podía estar tan serena en esa situación, tal vez su mente no lo había soportado y se había evadido por completo de la realidad. Pero no era eso lo que parecía, estaba casi seguro de que ella sabía que estaba pasando, de que sabía que iba a morir y de que simplemente esperaba su fin. Para él resultaba algo verdaderamente extraño, pero para los lorks no lo era, ellos no conocían el miedo, ni siquiera tenían una palabra para designar ese sentimiento. Desde muy niños aprendían lo que era la muerte y lo que era el dolor, según sus costumbres esos dos conceptos eran los que más respeto merecían, no debían temerlos nunca, ni tampoco desearlos, su único deber para con ellos era respetarlos y aceptarlos como algo que forma parte del ser. Por eso eran tan terribles, no tenían ningún reparo en matar o torturar y su cuerpo estaba hecho para ello. Tal vez los lorks no tenían garras como los dash o los remis pero sus uñas eran tan largas y tan afiladas que perfectamente podían contar la piel humana o incluso la piel de los escamosos remis, eran los más corpulentos de los reinos conocidos, su exterior de goma dura hacía difícil el herirlos y endurecía cada uno de sus golpes. Hacían falta más de 10 humanos para capturar a un lork y un ritual de más de una hora para matarlo, aunque este podía hacerlo una sola persona, una vez capturados los lorks asumían su derrota.
Peter llevaba ya al menos 30 horas en esa sala, acabando con la vida de cada una de esas temibles bestias. Sin duda era la semana que más capturas de lorks habían hecho. Normalmente no pasaban de los 10, pero en los días próximos a la Semana de Batallas siempre aumentaba el número de “bestias uñas largas”, como los llamaban en la aldea, que deambulaban por aquellos bosques.
El filo de Ferro acarició la garganta de aquel proyecto de monstruo, fue una caricia demasiado suave como para causarle ningún daño pero suficiente para que un hilo de sangre brotara de su piel. Peter metió un poco de esa espesa sangre azul en un pequeño frasco, dijo algunas palabras cuyo significado desconocía pero que según los sabios invocan a la llamada magia y lo lanzó al fuego con desgana. Se aproximó a ese pequeño artefacto que marcaba la hora