Abrí mis ojos y las cuatro paredes de su alcoba estaban allí, conteniendo su espacio, el espacio que habíamos compartido en volutas de infinito algunas veces, aquel que quise conocer desde los días de eco en mi oído, pisar como tierra santa para hacerlo mío aunque fuese solo en mis memorias, ese pedazo de vida que mantenía latente entre mis deseos, que son de él.
Las paredes eran distintas esta vez, ya no eran como el cielo de verano que cabe en la amplitud de los ojos, ese reflejo cian donde se exhalaron tantas nubes; ahora se veían como la caricia del sol de la mañana, era tan brillante que aún me preguntaba qué te hizo elegirlo para tu santuario. Mis pies descalzos se sostenían sobre tus sábanas, la cama yacía, anclada en aquella esquina que recorrió mundos llenos de alas y caminos de seda, de miel y leche y el tumulto de relámpagos y truenos en tardes de eclipse solar. Yo estaba inmóvil, contemplaba la pared como si fuese el mar, perdida en su inmensidad, tan grande y tan indómito como la visión de tu alma; pero en ese instante no me inquietaba la inmensidad sino lo que adornaba ese pedazo de cielo dorado que era tu habitación.
Colgando sobre la pared había una serie de máscaras multicolores, todas eran inexpresivas pero de una belleza particular, cada una era de un color distinto y vivaz, rojas como el fuego, verde salvaje, oro y naranja, índigo, violeta y azul; todos los colores del universo podrían estar allí impregnados sobre las máscaras, y mis ojos iban cual colibrí libando flores sobre ellas, fotografiando la belleza única de cada una. Cuándo las conseguiste… ¿habrían pasado ya tantos días desde aquel último encuentro?
Y de repente sentí de nuevo que ese espacio era tierra santa pero jamás prometida, la América que se descubre ante mis ojos de colonizadora oculta. Y mi espíritu se sacudió de nuevo por la idea de mis pies descalzos corriendo salvajemente entre la selva, aquella que me habías mostrado al abrir las ventanas de mi cuerpo. Sin embargo, estaba inmóvil contemplando tus máscaras, y me percaté de que debajo de ellas había un número impreso en la pared: 1, 2, 3… Las miraba y contaba (10, 11, 12) cómo podrían (20, 21, 22) haber tantas (31, 32, 33) en un espacio (41, 42, 43) tan pequeño… 54.
Habían cincuenta y cuatro máscaras perfectamente acomodadas en lo que sería una pared de tres por tres metros, me parecía inexplicable, tanto como el hecho de que entre el multicolor de las mismas, su ubicación formaba una palabra que no podía entender. Qué me detenía allí para contemplarlas, qué hacía a mis pies descansar firmes sobre el colchón inestable, la barca anclada en la esquina que me mostraba las máscaras.
Sentí que afuera caía la noche, como también te sentí detrás de mí, después de haberme abismado tanto en quedarme mirando la pared. Tu presencia se fundía con cada elemento de la habitación, que bien podría llenarme las manos de galaxias enteras, llenar las tuyas, como si afuera fuese la nada y tú, y yo navegáramos las tinieblas con luz propia como criaturas abismales… Sentí tu aliento sobre mi cuello desnudo, cálido abrazaba cada pedazo de mi ser, y eso era el mundo, tu aliento sembrando bosques en mi cuerpo, tu calor germinando en mi piel generando nubes que chocan y truenan, relampagueando vida hasta el confín de mi espíritu.
No sé por cuánto tiempo he dormido, pero la luz se cuela ahora entre las rendijas de la cortina, mi extenuado cuerpo yace en la barca anclada, va y viene, como las olas del mar que se agita en una tormenta y luego descansa, y mi piel se hace uno entre tus sábanas como enraizándose, absorbiendo la vida pulsante de lo que crece en ellas; tú caminas sobre tierra santa, vistiendo lentamente el respiro de tu humanidad, mientras no te das cuenta de que mis ojos inmóviles te contemplan, desde hace tiempo.