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Hacía tiempo que la muerte devastaba el país. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. La oscuridad y la ruina reinaron, y la Muerte Roja gobernó por los siglos de los siglos...
Edgar Allan Poe



Nada es para siempre. Nada, ni siquiera el dolor más profundo puede durar para siempre. A veces entre llantos maldecimos nuestras vidas, ahogamos nuestros pesares en rabias y besos, en un vaso de vino y música tan fuerte que tiene el poder de sacudirnos por dentro y acomodar todas las piezas rotas. Y luego sentimos que todo ha cesado, que ya nada podrá lastimarnos, que podrían atravesarnos con una lanza directo a corazón y salir con ningún rasguño. Pero esas sensaciones, tampoco son para siempre.

Con un gran suspiro, Christine acomodó su vestido rojo de encaje, mientras observaba su figura en el espejo. No era la misma. Sus rizos de oro ya no tenían el mismo brillo, y sus ojos azules no irradiaban juventud y frescura. Sus labios agrietados por el frío adornaban su rostro dando un semblante triste y cansado. Quería llorar. Otra vez.

Se dirigió a la puerta y lentamente la abrió para darse paso a la escalera que dirigía al salón principal. La casa estaba vacía, y se sentía muy sola. Oía las bruscas ventiscas que entraban por los ventanales, helando su piel a cada instante. Bajó lentamente cada escalón, asegurándose que sus pies pisaban correctamente la madera. Juraba que su cuerpo temblaba al compás de las hojas del afuera, se sentía inestable e insegura.

Una vez en la planta baja, miró a su alrededor la soledad que inundaba cada rincón. El sonar de las agujas, el mismo que el de su corazón, era el único sonido que podía oírse. Su respiración era tenue, tranquila. Recorría sus finos dedos por los libros, tratando de escoger cuál leería por tercera o cuarta vez. Siempre elegía el mismo autor, Edgar Allan Poe. Pues había algo en sus obras que hacía que Christine temblara en admiración, cada palabra de sus obras la hacían soñar. No eran de las historias más felices, pero ella las disfrutaba igual.

Agarró el libro y se sentó en uno de los sillones más cercanos. Lo abrió y comenzó a leer. La Máscara de la Muerte Roja fue el primero título que pudo ver. Su corazón paró de golpe; fue invadida por el recuerdo. Una lágrima cayó por sus mejillas, finalizando su recorrido en su hermoso vestido. Llevó sus manos a la frente, necesitaba un abrazo de Raoul. Estaba sola, desamparada en un châteu en las afueras de París. Los sirvientes y mayordomos no les servían de contención, ni siquiera un té caliente o una cálida frazada.

El recuerdo aún seguía allí mientras sostenía en sus manos el libro. Volvió el tiempo atrás: ella estaba parada en medio de la multitud. Su antifaz pegado a su rostro, su amplio vestido rosa combinaban con las hermosas flores que colgaban de las barandas de las inmensas escalinatas de la Ópera de París. La gente iba y venía, algunos ebrios, otros sobrios; había risas y llantos y la música sonaba fuerte. Era fin de año, era una fiesta grandiosa.

En su lugar se movía al compás de la música, con una sonrisa radiante que enamoraba hasta el más severo de los hombres. Acomodó su vestido aún moviéndose y miró a su alrededor, no había señales de Raoul. Era la primera vez que se veían luego de mucho tiempo, quería conversar con él, contarle todo lo que había vivido. Sabía que la entendía, siempre lo hizo.

Varias personas le ofrecían botellas de vino, pero ella simplemente se negaba. Detestaba el olor al alcohol, mucho menos en una persona. Le parecía desagradable y sucio, pero lamentablemente en París todo era al revés a sus gustos, y no podía quejarse. En Suecia todo era más tranquilo, o al menos eso creía. Echaba de menos su país, pero todo lo que quedaban eran malos recuerdos. En París encontró la felicidad como también la tristeza, pero al menos tenía en dónde y con quién vivir. Los años de pobreza se habían acabado hace mucho tiempo atrás.

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⏰ Última actualización: Feb 20, 2016 ⏰

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