Primera parte: Preludio

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El principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.

—Yo me pregunto —dijo— si las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la suya.

El Principito, Antoine de Saint-Exùpery

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Blood brothers

I. Estrellas

El tañido de las campanas al inicio y al final de las clases siempre era el motivo del ligero bullicio en la Academia Limantour. A pesar que contaba con cerca de 200 alumnos, el ruido en los pasillos y las aulas era jovial y basto, como si la plantilla de estudiantes fuese más amplia.

A veces Dio se preguntaba si la Academia era enorme o si en realidad eran muy pocos alumnos los que asistían a clases y por si fuera poco, aún eran más pocos los que se quedaban de tiempo completo en el internado, ya que algunos regresaban a sus respectivos hogares por las tardes. No era que le desagradara el quedarse ahí, francamente prefería eso mil veces al bullicio de la sala de juntas, a su padre alcoholizándose y a su madre llorando. Sí, era mejor la Academia, preparándose para estudiar en la Universidad en un par de años.

Atardecía y optó por tomar su maletín y abrirlo para sacar la loción que usaba para su alergia al sol, misma que desconocía el motivo por el que se había incrementado con el tiempo. Comenzó a untar el líquido viscoso por su rostro y sus manos descubiertas con delicadeza, para no irritar su piel. Era tan abrasiva su alergia que incluso tuvo que retirarse del rugby, pues la mayoría de los encuentros deportivos eran al aire libre y si las molestias no disminuían, era mejor no seguir con el deporte.

—Es por tu bien, Brando. –Había dicho su tutor, sonriéndole radiante –como de costumbre- y ofreciéndole el tríptico del club de ajedrez. –Además eres mejor con la cabeza que con el físico.

Y tenía razón, ya había ganado dos torneos de ajedrez en lo que iba del ciclo.

Al salir del edificio, abrió su sombrilla y salió al jardín. La luz del sol ya no era tan intensa evidentemente, pero cada vez que salía debía usar la loción, una sombrilla y lentes oscuros. Optó por no utilizar los anteojos.

También, cada que salía, escuchaba a sus compañeros murmurar: "¿Ya viste a Brando? ¿Con sus complejos de vampiro?", "¡Vaya ridículo! ¡Por eso no tiene amigos!", "¡Tan altanero y tan ególatra...! ¡Y para variar creyendo en esas idioteces!", "¡Morirá solo!"

Carcajadas.

Claro, como ellos no tenían escozor en la piel...

Decidió caminar hacia el árbol más grande y frondoso del patio, con una sombra muy fresca. Se sentó de manera plácida, sacó un libro, El Paraíso Perdido y retomó su lectura, en silencio, dejando la sombrilla, las burlas y el universo entero de lado.

Hasta que comenzaron a caerle pedazos de hojas encima del libro. Escuchó las ramas del árbol crujir ligeramente, junto con el follaje moviéndose y volteó hacia arriba, extrañado.

—Hey, Dio. –Escuchó que lo saludaba una voz amable, la de Jonathan Joestar.

Jonathan Joestar, don Perfecto, lo llamó Dio alguna vez. Amable, gentil, sonriente. Algo despistado. Destacado en deportes, aceptable en las demás materias.

—¿Qué haces ahí? –Dijo por todo saludo. –Te caerás y te romperás algo, idiota.

—¡Ya van a salir las estrellas! –Exclamó Jonathan. –Deberías subir conmigo, ¡es espectacular!

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