El sosiego

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Estaba a las afueras del pueblo esperando el anochecer. Mi caballo y yo nos habíamos detenido a descansar sobre la pendiente más alta de nuestros alrededores. Até con una soga y cadenas del cuello a mi corcel para así mirar el horizonte a todas horas justo después de nuestro arduo trabajo, pero mirar la serranía que se presenciaba desde semejante altura era sumamente sublime que distraía por completo nuestro cansancio.

-Tranquilo, muchacho, la noche se formará pronto sobre nosotros -le dije a mi fiel compañero, el cual era mi joven e inexperto caballo, su nombre era "Fósforo ".

Te haz de preguntar porqué tal nombre, he aquí tu respuesta... Le temía al fuego.

Pues, prosigo:

Unos fríos golpes se escucharon entre el silencio, y Fósforo se comenzó a estremecer por un miedo inapagable o al menos eso fue lo que pensé para ese entonces. En un intento altruista para tranquilizar a mi fiel compañero fui en busca de algo con lo cual lo pudiese alimentar para distraerle.

La noche cayó sobre nosotros.

Comencé a vagar entre la oscuridad de la noche, y el relinchar de Fósforo se escuchaba realmente lejos allá en la cima. Mis manos se guiaban con desconfíanza al apartar el ramaje que cubría una parte del pie del cerro con la esperanza de encontrar algo que fuera más comestible que simples ramas verdosas. De pronto un abundante iluminar nació desde entre los arbustos espinosos frente a mí. Unas carcajadas se escucharon, y de manera repentina la luz se desvaneció tanto como las risas cesaron.

- ¿Dónde estoy? -grité fuertemente asustado. Nadie me respondió.

Con cuidado en mis pasos me dirigí hasta donde yacía aquella luz cegadora de entre los arbustos, y presencié sobre la tierra remojada un cofre de madera un tanto negruzco, parecía estar carbonizado acompañado de numerosas cadenas que le arrastraban.

-Vaya, vaya -dijo una voz con arrebatador atrevimiento y cierto toque de confianza en sí.

-¿Quién anda ahí? -Pregunté con frenesí en mis palabras mientras miraba una, y otra vez a mi alrededor.

Nadie me respondió, inrrazonablemente, creo yo...

Seguí bajando por el cerro hasta que un chasquido inexistente de dedos me hizo decirme a mis adentros "Oh, dios. Dios mío, ¿qué acabo de hacer? ¿es acaso aquello que podría alimentar mi hambruna mañanera? ¿es eso qué me arrebataría el título de mendigo y me llevaría a ser el rico del pueblo?

Al cruzar esas últimas palabras por mi cabeza rápidamente retrocedí, pues, dentro de mi desperté al singular (nada especial), ambicioso, y nada querido mendigo pobretón. De repente llegué en cuestión de minutos hasta donde estaba el cofre el cual estaba siendo enterrado bajo tierra por un trio de caninos con pelaje oscuro. Hasta los perros no estaban interesados en las ambiciones mundanas. Querían el tesoro que resguardaba para ellos.

-¿Qué hacéis con mi cofre?-me atreví a preguntar esperando su respuesta, no respondieron. Proseguí con mis palabras-¡Fuera de aquí, animales inmundos! Dejéis mi futuro en paz en este momento, o, os arrebataré el pescuezo de sus esqueléticos cuerpos.

-Para tu desgracia -inquirió el perro más grande, y después los tres gruñeron-¡Para tu desgracia! -replicaron al unísono aquel trío.

-¿Qué insinuan, criaturas de la noche y del día? ¿es aquello una mediocre amenaza? O ¿Por qué sujetáis con fuerza mi corbata?

El relinchar de Fósforo se hizo escuchar una vez más, pero esta vez de una manera débil y quebradiza, se escuchaba sufrir. Un calor proveniente del cielo hizo sacudir mis harapos con brusquedad, y susurros en el viento.

Al sentir sobre mis hombros un puñado de "algo" mi lado analítico despertó. Les confieso que no estaba siendo amenazado, sino enterrado.

Se los explicaré del principio hasta el más remoto extremo:

" ¿Cómo podía saber alguien como yo que aquellos fríos golpes del principio eran realmente fríos sin sentirlos? Pero, claro que los sentí, pues penetraron mi cráneo con un tubo de hierro. Pensando más a fondo el transcurso de los sucesos me dí cuenta de que estaba siendo enterrado...

¿Por qué? por el simple hecho de escuchar allá en la cima a Fósforo sin siquiera haber tenido la oportunidad de bajar en realidad de allá arriba. Al parecer aquel trío de perros eran en realidad unos rufianes que me arrebataron sin remordimiento el aliento, y así reírse sin que yo los mirara en las tinieblas de mi agonía. Además de que el tesoro que enterraban era mi cadáver, y mi ambiciosa alma era quien los observaba desde otro razonamiento poco coherente e intrascendente.

Mis harapos se sacudían con brusquedad, claro está, dichos ladrones estaban como buitres sobre mí tratando de arrebatar mis artilugios de valor. Mi corbata apretaron, pues miraron que en mí el oxígeno aún no había acabado.

Y por dar por acabada mi conjetura les confesaré la razón por lo cual los relinchar de Fósforo: mi pobre caballo dio por último recurso un débil relinchar de auxilio, pues, yo nunca le solté del árbol, y estos malditos rufianes habían encendido en llamas la punta del cerro haciendo que mi joven e inexperto caballo muriese cediendo ante las llamas. Por eso sentí mismo sentí el cielo arder.

Aquel "algo" sobre mi hombro era la palma de la mano de la muerte que venía por mi alma sin esperanza que vagaba ya en transcurso a la penumbra.

El sosiego de ambos compañeros jamás fue hecho realidad.

Fin.

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