Capítulo 1: Libertad

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La verdad es que las vistas desde aquí eran preciosas. Las casas de galleta, las calles adoquinadas con sabrosas tabletas de chocolate, el río de miel... Yo brincaba alegremente sobre el arco iris de colores que cruzaba el cielo muy, muy alto, junto con mis dos mejores amigos. A mi izquierda, Roxi, un elefante rosa y moteado a base de purpurina; a mi derecha, Terry, un conejo con esmoquin. La vida era de color de rosas, hacía tiempo que no reía y disfrutaba tanto como en ese preciso momento, hasta que se derrumbó el arco iris bajo mis pies, y caí en el más absoluto abismo.

Y levanté la mirada. Me encontraba tirado en el suelo, en medio de una ciudad oscura y tenebrosa, rodeado de gente y rascacielos. Ellos se paraban, me miraban con los ojos muy abiertos, y yo percibía una mezcla de tristeza y repulsión en ellos, podía sentir sus apestosos alientos en mi cara. Los odiaba, los odiaba a todos, y a la vez me aterraban, no podía levantarme, no podía correr, no podía gritar. Me limité a alejarme hacia atrás, entre una marabunta de pies y maletines, hasta que choqué contra una pared. Me aprisionaban y no podía escapar, estaba perdido. Palpé el suelo nervioso en busca de algo para espantarlos. Premio. Un cuchillo. Lo agarré fuertemente del mango y me dispuse a cortar todo lo que se interpusiera en mi paso; cuellos, cara, estómagos... La sangre me bañaba, me nublaba la vista, pero yo era feliz, muy feliz, mucho más de lo que era en aquel absurdo cuento de hadas. Podía palpar sus pringosas vísceras en mis temblorosas manos, podía oírles gritar auxilio, y taparles la boca de un cuchillazo. Al menos, hasta que me desperté.

 Cuando abrí los ojos vi lo mismo que veo cada día desde hace 5 años. Paredes acolchadas y una camisa que me aprieta mucho y no me deja respirar. Según escuché decir a los médicos, la esquizofrenia es una enfermedad crónica, pero tiene tratamiento. Ese tratamiento consiste, básicamente, en tomar pastillas. Siempre pastillas, droga. Aunque bueno, no tengo nada en contra de las pastillas, al fin y al cabo, gracias a ellas conocí a mis dos mejores amigos, Terry y Roxi. Todo esto viene acompañado de agradables enfermeras hipócritas, que me miran y sonríen, que desean con todas sus ganas que llegue ya el fin de semana para olvidarse de mí unos días.

También contamos con sesiones de convivencia. Cada semana, nos reunimos todos los que son como yo para repetir las mismas conversaciones; pastillas nuevas, enfermeras recién llegadas... Hasta parece que estemos rehabilitados y todo. Ay pobre de ellos, si se interpusiera una pistola entre estos y una enfermera.

Pero hoy era un día de alegría. Hoy era el último día, mi último día en este hotel, o así es como lo llamó mi familia hace 5 años, justo el día que los vi por última vez.

La puerta se abrió, y apareció tras ella uno de los ayudantes del doctor, con un bonito traje de chaqueta para mí, impecable, que me regaló acompañado de un seco “vístete, hoy es tu último día”. No está nada mal, la chaqueta me queda muy bien, o por lo menos mejor que mi antigua ropa, que no son más que un saco de patatas en comparación. Una vez estaba vestido, dos gorilas se presentaron ante mi puerta: “Tienes que ir a ver al director antes de marcharte. Ah, y despídete de tu preciosa habitación”. El otro cerdo rió por lo bajo, lo suficientemente alto como para que yo lo escuchase. Salí de la habitación y me dirigí al despacho del director Brandon. Una vez llegué, llamé con dos suaves golpes, y asomé la cara.

“Pase, señor Actus, por favor, tome asiento” -dijo la voz que se encontraba detrás de unas gafas, a su vez detrás de un excesivamente cargado escritorio.

Entré con una aparente serenidad, y por el gesto que hizo el director con la mano, adiviné que se refería al par de gigantes, para que esperasen fuera.

Yo paseaba la vista relajadamente por su despacho, sentado en un sillón muy cómodo de cuero, mientras él me miraba con sus ojos fríos y su sonrisa forzada. Su calva brillaba gracias a la luz que penetraba por la ventana a su espalda. El Sol... hacía tiempo que no lo veía de esa manera.

-Bueno, John, tengo entendido que hoy es tu último día aquí, ¿no es cierto?

-Así es, señor -respondí con una breve sonrisa, aunque la estancia en este lugar la hubiera ido oxidando.

-Hala, casualidades de la vida, encima es tu cumpleaños hoy, felicidades... ¿cuántos cumples?

-27, señor Brandon.

-Vaya, cómo pasa el tiempo. ¿Y qué tal te sientes?

Hice como que meditaba la respuesta, aunque en realidad centré mi atención en un pequeño busto que se encontraba a mi derecha, sobre la mesa.

-Muy bien, señor, genial. Mejor que nunca.

“La verdad es que es un busto bastante interesante...”

-Me alegra oírlo, John. ¿Ya te has despedido de tus compañeros?

“Y la base es razonablemente puntiaguda...”

-Aún no, acabo de prepararme, no me ha dado tiempo.

“Incluso podría ser utilizada como un arma blanca...”

-No importa, hombre, cuando acabemos la charla puedes ir a visitarlos. ¿Y seguro que no te sientes... inquieto?

“Puedo levantarme y matarlo. Coger el busto por el cuello y romperle el cráneo con él, saltar por los grandes ventanales a su espalda y escapar de aquel lugar”

-Por supuesto que no, señor Brandon, soy un hombre nuevo -respondí esbozando una sonrisa.

Pero no iba a hacerlo. Por lo menos no aquel día. Sería una completa estupidez. Habría muchas más oportunidades.

-No sabes cuánto me complace oírlo, John. ¿Te reunirás hoy con tu familia?

Mi familia me había abandonado. Hace tiempo me dejaron aquí, y a día de hoy, no he vuelto a verlos, no sé nada de ellos. Quizás incluso han abandonado el país, con tal de no reunirse con su hijo.

-Eso espero, director Brandon.

-Ha sido un placer, John Actus, adiós, y que tengas un buen viaje.

Eran ya las 2 de la tarde y yo seguía sentado en los escalones de la entrada, esperando su llegada, perdón, improbable llegada. A esta hora deberían estar sirviendo en el comedor esos macarrones precocinados que tanto me gustaban, y sin embargo, aún no habían venido. Ya sabía yo que no vendrían, pero bueno, me imaginaba que lo harían con una tarta de cumpleaños en las manos, un par de matasuegras y gorritos de cumpleaños, como en los viejos tiempos. Quizás fueran ellos los que estuvieran esperándome, preparados para lo peor.

Me puse en pie, cruzé tranquilamente el gran portón de hierro y los muros infranqueables que durante 5 años me habían retenido, y llamé a un taxi.

-¿Dónde desea ir el señor? -dijo un hombre bigotudo con gafas de sol.

-A Rockwood, por favor -contesté rápidamente.

No cortéis la tarta sin mi, “querida” familia, vuestro hijo está en camino.

EsquizofreniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora