Capítulo 2: No matarás

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Eran las 4 de la tarde de un día cualquiera de verano y hacía un calor de mil demonios. Suerte que el taxi contaba con aire acondicionado. Tenía pegada una de mis mejillas al frío cristal de la ventana, y observaba pasar los mismos árboles constantemente, como esos dibujos animados antiguos que repetían el mismo fondo una y otra vez, mientras el gato perseguía al ratón. Era un viaje aburrido.

-Bueno, y dime, ¿te han drogado mucho durante estos años? -dijo de pronto el taxista mientras me guiñaba un ojo por el retrovisor, haciendo un absurdo intento de romper el hielo. Patético.

Probé a reírme para quedar bien, pero fue tan falsa e inquietante mi risa que hasta yo mismo me asusté. El taxista se volvió extrañado, con una cara de morsa estreñida que casi hace reírme, esta vez de verdad. Así que, para olvidar esta extraña situación, continué con la conversación:

-Oh sí, no sabes cuánto. Era tal la cantidad de pastillas que me hacían tomar al día que antes de hacer de vientre siempre miraba el váter, no fuera a ser que apareciera una mano de la nada metiéndome pastillas por el culo, como si de supositorios se tratasen.

El taxista se reía a carcajadas, hasta el punto de que terminó tosiendo sin parar. Al parecer era un fumador un tanto compulsivo. Una vez acabó de reír y toser, continuó por donde lo dejamos:

-Vaya vaya, si que eran cabroncetes esta gente -dijo el taxista con una sonrisa. No parecía mal tipo, aunque tampoco me quitaba la vista de encima en ningún momento-. Yo me llamo Frank, tío, ¿y tú eres...?

-Yo soy John, encantado -respondí, y ambos nos dimos un apretón de manos en el aire, a través del retrovisor.

-¿Cuántos años tienes, chico? -volvió a preguntar.

-Hoy, 27 -dije sonriente.

-¿Que sí? Joder, ¡felicidades chaval! -exclamó Frank con alegría.

Cuando volví a pegar la mejilla al cristal, me fijé en algo a lo lejos. Como si de un oasis se tratase, una gasolinera se había abierto paso entre la marea de árboles que se encontraban a cada lado de la carretera, y que parecían que de un momento a otro iban a engullirnos en un tsunami verde de ramas y hojas.

-Eh John, ¿qué te parece si paramos en esa gasolinera? Vengo de dejar un cliente y aún no he parado a descansar, y queda bastante camino por recorrer. ¿Te apetece bajar para comer algo? Yo invito.

La verdad es que no podía negarme. No había comido nada desde el desayuno, hacía al menos una hora que llevaba un zoo como estómago. Además, mi culo y el asiento del coche habían formado una única sustancia, blanda y pegajosa. Creo que era hora de bajarse.

Entré en la gasolinera y salí con un par de aperitivos que, espero, me quitarían el hambre. Me senté en el suelo con la espalda en la pared, y comencé a comerme mi “regalo de cumpleaños”. Frank salió un poco más tarde, pues se quedó hablando con el dependiente. Quizás ya había pasado por allí más veces, y se había convertido en un conocido.

Al salir, Frank llevaba un refresco en sus manos. Me fijé en el gran cartel a su izquierda, que anunciaba ese mismo refresco. Decía: “Fresh Cola, matarás por una de éstas”.

-¡Frank! Frank, escucha, voy a echar un chorro ahí atrás un segundo, o si no explotaré. Vuelvo en un momento -dije, y corrí al bosque que había detrás de la gasolinera.

-¡No hay problema, te espero en el coche! -gritó el taxista a lo lejos.

A cada paso que daba, la oscuridad se volvía más densa y espesa. Era difícil distinguir un ápice de luz en el horizonte. Es más, era difícil distinguir un horizonte. Una vez que nadie me veía, paré y me dispuse a hacer eso por lo que había venido, cuando de pronto comencé a escuchar unas voces. Como unos suspiros que se filtraban entre los arbustos, arrastrando las vocales y que se dirigían solamente a mí, decían:

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⏰ Última actualización: Sep 12, 2013 ⏰

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