Broncas

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Las cadenas de mi cintura chocan unas contra otras marcando mi paso por la acera. La gente se gira al cruzarse con nosotros para mirar atrás, como si fueramos unas rubias tetonas cualquiera. Entre nosotros no nos miramos, sabemos dónde vamos y a qué vamos. Una pícara sonrisa se nos dibuja en la cara al diferenciar a lo lejos el restaurante elegido. Hasta que llegamos los tres a la puerta no paramos de amagar a los niños y ancianos, atusarnos la melena mirando de lado al pasar por los escaparates más grandes y cerrar las cremalleras y botones de los bolsillos para que no se nos caiga nada. 

         Ya en la puerta realizamos una elegante parada y nos colocamos como si fueramos a tocar en un multitudinario concierto. Giramos el cuello hasta que suena. Apretamos las muñequeras con remaches al máximo. Dejamos que la adrenalina que empieza a fluir sabiendo lo que va a ocurrir nos empalague un poco. Los pantalones de cuero dentro de las botas militares. La cazadora termina justo donde empieza la cintura. 

         Miro hacia arriba al letrero del local, restaurante “El Tordo”, respiro profundamente una vez más y realizo un gesto para entrar. Empujo la puerta y entramos. Nos quedamos los tres juntos mirando a todo el mundo desde la puerta, como si estuviéramos esperando al fotógrafo oficial. La poca actividad dentro del restaurante se paraliza y notamos unos treinta pares de ojos mirándonos con el dibujo impreso todavía en la retina de unos funghi al pesto, unas costillas de lechal o un entrecot poco hecho con guarnición de patatas asadas. 

         Es entonces cuando notas el calor, ese calor que te empuja a hacer lo que realmente deseas, y la primera en sufrirlo es una señora de unos cincuenta años, la levanto con silla y todo y la lanzo encima de una mesa redonda con seis comensales y una fondue en el centro. Las personas mayores no saben caerse, son demasiado rígidas, por eso te ríes tanto cuando se caen o tienen accidentes. Apenas ha caido la mujer mayor encima de la mesa, con la ropa al revés, con la silla encima, con la gente cerca tapándose y protegiéndose de ella, pues se ha convertido en un arma arrojadiza por unos segundos, se comienzan a oir los primeros gritos. Me giro y ya le están estampando la cabeza contra el suelo a un calvo bajito mientras el otro simplemente se dedica a correr hasta el fondo del local arrastrando una mesa a modo de quitanieves y tirando a todo el mundo al suelo y a los lados. 

         La gente se levanta, la gente finge que reacciona, pero no hace nada, solo espera su turno. Cojo el perchero y le pego a tres personas a la vez de otra mesa. Comienza a verse sangre. Dos hombres del fondo se acercan con actitud violenta y blandiendo cuchillos. Los tres nos vamos a por ellos. Primero les caen dos sillas en la cara, luego una mesa al intentar levantar la cabeza, lo siguiente son miles de golpes hasta que se agachan y se encojen  como bichos bola. 

         De un salto me subo a una mesa grande, los ahí sentados me miran perplejos, la primera patada en la boca se la lleva una mujer joven y guapa, la segunda un niño que parecía divertirse hasta que le ha tocado ser protagonista, la tercera patada ya me la esquivan, por lo que tengo que bajar a buscar al siguiente. 

         Según agarro a una pareja de ancianos y mientras noto leves golpecitos con todas sus fuerzas en mis brazos para liberarse, veo como entre mis dos compañeros tienen cogido a un hombre de pies y manos y le balancean y menean como si fuera un columpio, pero lo hacen contra un grupo de tres o cuatro personas caidas y amontonadas en el suelo. No se diferencia quién grita más, si el golpeador o los golpeados. 

         Empiezo a correr con los ancianos en mis manos, pronto noto el peso muerto porque no pueden seguir mi paso. Los lanzo contra un carro con postres que se encuentra apartado contra la pared. La escena y el sonido a accidente y lata merecen la pena. Le doy un puñetazo con todas mis fuerzas a una mujer que pasa delante mía con las manos sobre la cabeza y gritando presa de la histeria y el terror. El grito cesa de repente. Ahora se la ve en el suelo tirada, tan relajada, inconsciente. 

         Ya no queda nadie en pie y nos ensañamos un poco con la gente en el suelo. Les rompemos mesas y sillas encima. Les llenamos de comida y bebida. Poco a poco los vamos agrupando al fondo del local, todos tirados, al que se levanta le premiamos con la paliza de su vida. Pronto dejan todos de intentar levantarse. Con patadas y empujones se van agolpando todos en un único montón. Gente, ropa, sillas, mesas, cubiertos, cristales. El montón parece un vertedero. Seguimos sin parar de arrojar cosas sobre las personas tiradas. Se oyen murmuros y lamentos, ya ningún grito.

          Cuando apenas se ve a nadie asomar del montón, todo cubierto con el mobiliario del restaurante, paramos y nos quedamos mirando nuestra obra. Una masa deforme que tiembla y sangra. Rios de sangre y astillas se acercan a nuestros pies. Ésta sí que sería una buena portada para un disco. 

         Salimos del local, con paso rápido pero relajado. Giramos una calle y otra, andamos un rato y luego otro, hasta llegar al coche. Empezamos a quitarnos la ropa de cuero, las pelucas, las cadenas, las botas. Mañana nos vamos a reir en la oficina cuando les preguntemos por la cena de navidad. No creo que nos hayan reconocido, no creo que siquiera hayan intentado mirarnos a la cara. 

         Juramos hace tiempo hacer esto algún día, porque nos lo debemos, se lo debemos a las personas que fuimos hace quince años, a los ideales que guiaron nuestra vida y que hemos tenido que dejar a un lado para navegar por este río podrido que es la vida. Ahora por lo menos sabemos que no olvidamos esos principios, sólo los dejamos de lado, para retomarlos con más fuerza cuando es necesario, o cuando simplemente te lo pide el cuerpo.

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