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Nos llega sin mitología, sin la palabra que fue suya, pero con el apagado clamor de generaciones hoy sepultadas. Es una cosa rota y sagrada que nuestra ociosa imaginación puede enriquecer irresponsablemente. No oiremos nunca las plegarias de sus adoradores, no sabremos nunca los ritos.

«La diosa gálica», Jorge Luis Borges


Hace un año que salí de la casa de Clara por última vez. Desde ese momento creí perdido un libro –perdido como lo estuve yo a partir de entonces– en un estante de su biblioteca. Desde hace unos días, el libro y el recuerdo de Clara me fueron devueltos, y no sé si por azar. Es verdad que yo esperaba un signo de ella, y no es casual –creo– que al encontrar el libro y abrirlo descubriera en su interior un sobre rasgado y una hoja. Una parte de mí supone que en el afán de quitarme el recuerdo de Clara lo dejé –el libro y con ello el recuerdo– entre el montón de papeles y vergüenzas que lo ocultaban. La otra parte cree que alguien –un intruso– dejó el libro allí, en mi propia casa, para que lo encontrara y creyera lo primero. He leído que el asombro es el origen del pensamiento filosófico. También que de la necesidad amorosa, de unir amante y amado, objeto y deseo, nace la poesía. Diré entonces que si el amor me empujó al descubrimiento fue el asombro el que me guió hasta el horror del entendimiento.

La primera vez que me anuncié en el edificio de la calle Posadas fue a principios de octubre: estaba aburrido y cansado y necesitaba tomar un café con urgencia. Tras decir «el profesor» al ojo de la cámara de seguridad, una voz eléctrica me ordenó pasar. Empujé una puerta de roble que pese a su tamaño se deslizó con suavidad e ingresé a un palier aristocrático, semejante a una tumba regia; me detuve mientras apuraba el cigarrillo y leía por segunda vez la ficha que consignaba el nombre de la persona que me debía recibir y con quien compartiría dos fatigosas horas de clase.

Mientras subía en el ascensor, inspeccioné en el espejo el estado lamentable de mis ropas y mi cara –no afeitarme seguido no me ayudaba– y como era costumbre la distracción sirvió para darme cuenta de que otra vez no había retenido el nombre de la persona a la que le daría la clase –leo sin leer– por lo que al alcanzar la puerta del departamento, de nuevo estaba con la ficha en la mano. Inmediatamente se abrió la puerta sin que pudiera echarle un vistazo al papel, que de tanto manoseo se estaba arrugando. Un niño de unos cuatro años era quien me recibía. En el segundo que transcurrió entre que él abriera la puerta y uno de los dos hiciera un movimiento –levantar la vista, dar un paso, abrir los ojos, despertar– nos miramos con asombro. Me encontré zozobrando y avergonzado por ser descubierto con la boca abierta y los ojos casi cerrados: supongo que hasta mis ropas me acusaban, arrugadas de tanto peregrinaje por la ciudad. En los ojos azul oscuro del pequeño me vi reflejado, exhibiendo los signos de un verano que despertaba demasiado temprano con ese empeño por dilatar el aire y el espacio. El niño estaba despeinado y bien vestido, en sus pequeñas facciones ya se anunciaban los rasgos nobles –antiguos, de mármol, como todo en ese edificio– y viriles, seguramente heredados de un padre soberbio o de un abuelo militar. Le dije «hola» y el niño –su figura oblicuamente iluminada por una ventana lateral, sus ojos oscurecidos por el asombro o por un oscuro destino que presentían– contestó a mi saludo sin soltar el picaporte y manteniendo entreabierta la puerta, con rápida –falsa– timidez y voz engrosada por el silencio expectante y la bóveda del hall. Pensé lo peor. Supuse que de nuevo me había tocado uno de esos gnomos malignos, a pesar de que había exigido a mis jefes –no entraría y renunciaría inmediatamente– que no volvieran a llamarme para esos casos luego de una experiencia horrible con uno de seis años. Aquella vez, una madre, de esas que inicialmente ofrecen café y masas secas –era separada, era de las que pedían «un profesor varón, con autoridad»– terminó casi denunciándome a la policía: la recuerdo aún mostrando los dientes y agitando violentamente sus manos delante de mi cara. Aquella vez, el trabajo había consistido en hablar con la mucama –lo que no podía confesar a la madre, eso sí– sobre la inestabilidad psíquica del niño que gritaba como un animal en el matadero y buscaba, cuando no agredirme, guarecerse debajo de la mesa o en algún armario al que supe ir a buscarlo. La mucama decía permanentemente «ese niño salió loco, muuuuy loco» y sacudía la cabeza. Según la madre, yo había «intimidado y traumado» a su hijo, cuando el animalito era una bestia psicótica. Luego me enteré de que había instalado cámaras por toda la casa; había grabado cómo en una de las tantas ocasiones en que el niño, convertido en un ser esquizoide, había querido ensartarme en un ojo –no miento ni exagero– el lápiz con el que intentaba hacer que escribiera su nombre. Según ella, su niño se había defendido de mis agresiones. Tuve que atrapar su mano como en una de esas películas de Bruce Lee –aunque no la giré sobre su espalda para quebrarle sus frágiles huesos ni le di un golpe en la nuca o en la frente gritando agudamente, aunque lo hubiera querido hacer–.

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⏰ Last updated: Jul 01, 2019 ⏰

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El invitadoWhere stories live. Discover now