Elena

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Me encuentro acostada boca arriba mirando un pedazo de, supongo yo, madera por su raro tono marrón oscuro y viejo. Sin poder sentir, ni escuchar y mucho menos quejarme. Solo puedo mirar como transcurren los años y como pierdo mi vida, hasta hacerme polvo y cenizas.

Al cumplir los tres años de edad, mi padre nos dejó a mi madre y a mí solas. Nunca, desde ese día logré entender el porqué de su abandono, y hoy a mis diecisiete años tampoco logro comprenderlo. A los ocho años mi madre, Caterina, se enfermó de mononucleosis, y desde entonces no pudo recuperarse completamente. Dos años después, sin que los médicos pudieran saber el verdadero porqué debido a la falta de recursos, mi madre falleció. Desde entonces vivo con mis tíos y mis dos primas, en una casa alejada del centro de la ciudad. Aunque ya hace varios años que vivo con ellos nunca llegué a sentirme realmente cercana.

Desde entonces comenzaron a atraerme más las cosas sin vida que las que la poseen. Supongo que por el simple hecho de que las cosas muertas no  pueden quejarse, tampoco te lastiman o abandonan. En ese momento de mi vida comenzó mi obsesión con la muerte, una muy peculiar, ya que la mayoría de las chicas de mi edad tenían una especie de obsesión por jugar con muñecas o ver dibujos animados. Con cinco años no se esperaba que una niña pensara en esas atrocidades. Pero yo nunca dije nada. Y hasta hoy sigue siendo el secreto que guardo con mayor intensidad. Jamás hablé temiendo que me tomaran por loca, y que mis tíos quisieran enviarme a un reformatorio.

Luego de cinco años viviendo en esa casa, parecía que las cosas empezaban a normalizarse. Empecé a comunicarme mejor con mis tíos y mis primas, y hasta hice algunos amigos en el colegio. Pero tan solo  tenía diez años, por lo que todo vínculo se perdía con el tiempo, porque mis amigos notaban que no me interesaban las mismas cosas que a ellos, y mis primas comenzaron a ignorarme. Mis tíos hacían exactamente lo mismo; lo único que escuchaba que decían algunas noches, en una especie de discusión, era que yo aún no superaba la muerte de mi madre y que era cuestión de tiempo para que lo hiciera.

Una noche me quedé viendo un documental sobre cómo las personas que ya no están en este mundo pueden comunicarse con las que sí lo están. Espere hasta que terminara y fui tratando de no hacer ruido hasta mi habitación. Entré, cerré la puerta, me cambié, abrí la cama y me acosté pensando en el documental que acababa de ver. 

Eran cerca de las tres de la mañana cuando me desperté porque escuché un terrible ruido, no sabía de dónde venía pero estaba demasiado cansada como para levantarme. Di por hecho que el gato de mis primas había tirado algo y volví mi cabeza hacía la almohada. Pero en cuanto cerré los ojos, comencé a escuchar voces o para ser exacta, era una sola, la de una chica. No entendía con exactitud qué me decía, pero de repente vi imágenes como en un sueño. Ella jugaba en un patio y estaba feliz, pero de repente todo se volvía oscuro y ya no sonreía; estaba seria, enojada y hasta se podía ver que había llorado. 

Me desperté sin entender mucho de lo que había ocurrido la noche anterior; preferí desayunar en silencio, y como era sábado decir que saldría a caminar un rato. Recordé que había una vieja librería en donde tenían historias de las cosas que ocurrían en las afueras de la ciudad. Entré a la tienda, y una señora de unos ochenta años me atendió. Le pedí un libro sobre la historia de la casa en donde vivía con mis tíos. Ella me dijo que no tenía ninguno sobre esa casa, que ella había vivido lo suficiente como para contarme lo que sabía. La señora se llamaba Anastasia, un nombre muy hermoso y casi de película, y coincidía con su belleza. Porque a pesar de ser una señora mayor tenía una cara muy particular y unos ojos azules profundo que no permitían saber su edad. Tomamos asiento en su escritorio, y cerró el local para que nadie nos interrumpiere.

Cuando llegue a mi casa no podía dejar de pensar en lo que Anastasia me había contado. La última familia que vivía en esa casa, era una familia feliz, que lo tenían todo. En la casa vivían cuatro personas, los padres y sus dos hijas, Natacha y Elena. A los tres años, la pequeña, Natacha, estaba jugando en el patio cuando tropezó y golpeó con una piedra en la parte frontal de su cabeza. Para cuando la encontraron la niña había muerto. Después de su muerte el padre nunca volvió a ser el mismo, decía que había perdido la luz de sus ojos. Ignorando a su hija mayor, Elena, y desquitándose con su mujer, maltratándola verbal y físicamente. La noche en la que Elena cumplió sus diecisiete años, escuchó gritos provenientes de la habitación de sus padres. Corrió hasta la puerta, pero para cuando llegó su padre lloraba con su madre muerta en brazos. La había asesinado. Ella corrió hasta la cocina, tomó un cuchillo, esperó a que él fuese a buscarla y lo clavó en el corazón de su padre. Cuando Elena intentaba huir, creyendo muerto a su padre, él la tomó por sorpresa e hizo lo que ella anteriormente. Y así los dos cayeron muertos en la cocina de la casa. Según la anciana de la librería, muchos creen, hoy en día, que ambos se mataron por haber perdido a su madre y esposa, pero ella asegura que sabe que la historia no es así.

El domingo por la mañana escuché a mi tía hablando por teléfono con alguien. Después de escuchar un poco la conversación, parecía que estaba hablando con mi padre y que él quería buscarme, y que ellos creían que era lo mejor para mí en este momento. Y lo último fue que vendría por mí el lunes a la tarde. Esa noche me acosté con demasiadas cosas dando vueltas en mi cabeza, y no sabía qué hacer. Porque no quería irme con mi padre, pero si escapaba no tenía a dónde ir; aunque cualquier lugar era mejor que estar con él. Esa noche volví a escucharla, pero esta vez me dijo que era ella, Elena. Me prometió que si yo la sacaba de donde estaba, ella se haría cargo de mi padre. Me dijo que tenía que ir bien temprano al fondo de la casa, al lado del árbol de roble, y comenzar a cavar hasta chocar con un cajón, en donde se encontraba su cuerpo. Era fundamental que lleve un espejo doble y que se pudiera girar.

Al otro día, a eso de las seis de la mañana, ya había llegado al ataúd, y colocado el espejo sobre la tapa. Comencé a girarlo y de repente sentí que mi cuerpo se volvía duro, que mi piel estaba seca, que no podía moverme y que solo veía madera del cajón de Elena. En el proceso ella me dijo que se había terminado mi tiempo, que ahora le tocaba vivir a ella, pero que de todos modos iba a cumplir con su promesa. Así que en ese momento me di cuenta de que no era mi cuerpo en el que estaba sino en el de ella, el de Elena. Lo último que me dijo, o que sentí, porque creo que teníamos una especie de conexión mental, fue que podría ver y sentir todo lo que ella hiciera hasta que cumpliera con su promesa, y así fue. 

Al caer la tarde mi padre tocó la gran puerta de entrada. Yo, o lo que todos creían que era yo, salí por la puerta, y me subí en su auto sin decir ni una sola palabra. Intentaba decirme cosas paternales, y pedirme perdón por algo por lo que jamás lo iba a perdonar. Él nos había abandonado y ahora quería volver a formar parte de mi vida, pero ni Elena ni yo estábamos de acuerdo con eso. Elena esperó a que el auto se alejara lo suficiente, y al llegar a la ruta, giró el volante de mi padre dirigiendo el auto a un poste de luz, y saltó justo antes de que chocara. Esperó a que llegara la ambulancia oculta detrás de un árbol. Él estaba muerto, ella había cumplido su promesa y ahora tenía la posibilidad de vivir una nueva vida. Y yo podría descansar en paz junto a mi madre. 

ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora