Calla, por ella

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Ella estaba en casa, su madre no, cuando empezó a sentir ruidos, risas y gritos. Se asomó por la puerta esperando encontrar a su hermana con algún amigo (de esos habían varios), pero la realidad la golpeó como una puerta. No era un desconocido quien besaba a su hermana, era su padre, su verdadero padre.

Sentía las lágrimas caer en sus mejillas.

El nudo en la garganta no aflojaba.

Su corazón no latía y ya no respiraba.

Pese a todo, no se movió. Los vio entrar a la pieza con la ropa floja y la clara intención de continuar con su labor. Sam se pegó contra la muralla esperando que el ruido los alterara y diera a conocer su presencia pero estaban tan absortos en ellos mismos que no escucharon nada, la sangre corría por su frente y se mezclaba con sus lágrimas.

Ese hombre era el culpable de su sentencia de muerte y no podía permitir que se acostara con una de las personas más importantes para ella.

En el primer atisbo de valentía que tuvo, actuó. Corrió hacia la pieza de su hermana y abrió la puerta, el asombro y la furia asomaron por el rostro de Isa y las ganas de gritar sólo se detuvieron cuando vio la sangre en el rostro de Sam.

En medio del desconcierto y el momento de silencio, el idiota presente en la pieza, presa del pánico y la vergüenza, salió de la habitación sin siquiera mirar a la joven a la que algún día había abandonado y a la que, sin arrepentimientos, había condenado.

De vuelta al edificio en el que se encontraba, Sam no paraba de recordar lo sucedido, sabía que Isabella nunca la perdonaría, pero no le importaba. La había salvado y eso valdría cualquier cosa que tuviera que vivir o cualquier modo en el que tuviera que morir.

Se arrodilló frente a la ventana, miraba la pequeña ciudad en la que vivía desde un piso 15. El edificio llevaba mucho tiempo abandonado y nadie sabía que ella lo conocía.

Era el único lugar en el que se sentía segura.

Era el último lugar en el que se sentiría segura.

Sam había sacado dos cosas de su hogar: una foto con Rafael y una navaja.

Nunca había pensado en el suicidio antes, ni siquiera lo hizo en ese momento.

Colocó un cartel frente a su cuerpo.

La foto frente a ella, mirándola.

Él era tan bello, tan alegre, merecía ser tan feliz. Ella sabía que lo sería cuando la perdonara por lo que estaba a punto de hacer.

La sangre de su frente se había secado, pero pronto volvería la sangre a correr.

En ese silencio Sam escuchaba sus latidos y su respiración, sentía el amor de sus padres y rogaba que pudieran entenderla. Sabía que lo harían, porque la amaban y conocían el dolor en su pecho.

Acercó la cuchilla a sus muñecas, las presionó y observó, observó como el líquido color rojo empezaba a aparecer, a fluir, a resbalar.

Hizo lo mismo con su otra muñeca.

Su cuerpo dejó de sentir.

Su mente no dejaba de funcionar, recordaba una graciosa canción que Rafael le enseñó.

Mirando el cielo, la cantó.

Su voz se apagó y su cuerpo cayó.

Y así, rodeada de su sangre, murió.

El cartel parecía hablar, con una suave y quizás desesperada voz decía:

"Él me mató, él casi la mata. No toquen mi sangre, enfermarán y morirán. Tengo sida".


Después...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora