1 - La dama perdida

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Nazco, en una tierra oscura, en una tierra ni fría, ni caliente; ni acogedora, ni incómoda; ni lujosa, ni vulgar. Desconozco a qué edad empiezo a caminar, pues no hay nadie más que yo aquí para recordármelo. Desconozco las palabras, el lenguaje, los sonidos, pues todo está en completo silencio.

Aunque, ¿Qué es el silencio? Me pregunto a veces.

Llego a la conclusión de que todo lo que me rodea es mi familia; esta nada, es todo lo que tengo. Me arropo durante varios años, con la vitalidad que la vida me ha prestado. En mi plena juventud, me alimento de las sombras, me sacian, me llenan, y, curiosamente, no me cansan.

Comienzo a preguntarme, ya bastante a menudo, el porqué de algunas cosas. ¿Por qué estoy aquí sola? ¿Donde están los demás? Pero lo que más me preocupa es el hecho de que esas preguntas aparezcan de la nada a la que yo llamo "Papa".

De pronto, en un día como otro cualquiera, mis oídos logran captar un eco hasta ahora desconocido, que se extiende a lo largo de la oscuridad; una voz grave, más profunda que la mía, segura y asustada:

- ¿Hola? ¿Hay alguien aquí? - susurra.

Después de un rato preguntándome que, o quienes producen tales murmullos, me doy cuenta de que es una sola voz la que me habla, se adentra, perdida, en lo más profundo de mi hogar.

Me acerco silenciosamente hasta el foco del sonido, con las manos al frente. Para mi sorpresa, toco poco a poco lo que parece ser un cuerpo similar al mío.

- Me llamo Andrew - murmura una voz de joven muchacho - ¿Vives aquí?

No sé cómo responderle, aunque por alguna razón entiendo sus palabras, así que tan solo emito un sonido que interpreta como una afirmación.

- Veo que no sabes hablar, ¿Lleva mucho tiempo aquí, señorita? – me dice.

Vuelvo a afirmar, y distingo una sonrisa entre la oscuridad de su rostro.

Me cuenta que se ha perdido, que viaja desde muy muy lejos en busca de una enorme montaña que roza las estrellas. ¿Qué son las estrellas? Me pregunto. Me cuenta que más allá de esta oscuridad existe un mundo arropado por un infinito manto azul. Intenta explicármelo de forma que lo entienda, pero yo, absorta en mi ignorancia, simplemente sonrío, boquiabierta, ante las historias del joven:

-Cuentan – expone el joven Andrew - Que aquel que llegue a la cima de esa inmensa montaña, podrá pedir un deseo; cualquier cosa.

¿Y qué desea él joven? Me pregunto. Pues en sus palabras sospecha un interés resonante cada vez que habla de aquella montaña.

Pienso acerca de ese deseo. Pienso acerca de que podría desear si llegara a esa cumbre, ahora que sé que no estoy sola, que el mundo no acaba en estas sombras. Que hay luz que se extiende más allá.

- ¿Podrías ayudarme? No recuerdo el camino de vuelta. Me he perdido, y es por eso que he acabado aquí - me expresa el muchacho.

Deseo poder ayudarle, pero no sé cómo hacerlo. Siquiera sé si hay forma alguna de salir de estas tinieblas. Todo lo que puedo ofrecerle es compañía, y un oído para sus historias.

Poco a poco, la oscuridad se adapta a su cuerpo, y logro distinguirle de entre las sombras. Pasamos varios días juntos, allí, en lo que según él, lo que para mí es hogar, resulta ser en realidad un enorme laberinto cavernoso. A menudo lo intercepto emitiendo un sonido muy extraño que siempre me pilla por sorpresa.

-No te asustes, estoy comiendo – dice – Mira.

Me coge la mano y me coloca algo esponjoso. Aprecio sutilmente su forma.

-Esto es pan. Algunos seres de este mundo como yo necesitamos comer a menudo para no morirnos de hambre, cosa que espero no me pase en este laberinto – bromea el joven.

Andrew me explica que existe el día, y que, al contrarío existe también la noche, parecida a todo lo que había visto hasta ahora. Intenta explicarme lo que es la luz, y, para mi sorpresa, comienzo a entender algo. Según él, aprendo muy rápido. Demasiado rápido.

Poco a poco aprendo cosas del mundo de fuera.

-Si alguna vez encontramos la salida, te llevaré conmigo - Me repite a menudo.

Pero conforme pasa el tiempo, me doy cuenta de que ese día jamás llegará.

A cada cosa que me enseña, me muestro más entusiasmada, pero a cada palabra que dice, Andrew se ve más agotado. No todos estamos hechos para vivir en las sombras. Y es por eso, que comienza a verse incómodo. La esperanza que tiene por salir de aquí, por enseñarme su realidad, por llegar a la montaña... Se convierte en cenizas. Y aunque haga el máximo esfuerzo por parecer fuerte, por mantener la esperanza viva en mí, yo, me doy cuenta de su dolor.

Cada día avanzamos poco a poco, cada uno hacia un lado, rozando la pared con la yema de los dedos; doscientos pasos un día, cuatrocientos el siguiente, para que así, si alguno de los dos encuentra la salida, pueda volver atrás para señalizar el camino. Lo que para mí ha sido siempre mi hogar, ahora me parece una prisión. Avanzo con decisión en cada ruta, quiero encontrar la salida. Mi mano aprieta tan fuerte la pared cuando camino pegado a ella que ya está llena de callos.

Regreso de mi ruta de exploración, como de costumbre, después de dar unos ochocientos pasos junto a la pared. Al volver hay algo que me preocupa. No detecto señal de movimiento. Andrew no está. Siempre tarda menos que yo en volver, el es más rápido. ¿Habrá encontrado la salida?

Espero y espero durante un rato, y luego durante un rato aun más largo, contando los segundos que tardará en volver y sacarnos de aquí. Echo en falta algo más. Me encojo y me aferro a las lágrimas cuando me doy cuenta de que Andrew no va a volver. Su pequeña mochila, en la que guarda sus alimentos, no está. Ha vuelto a por ella. Andrew ha encontrado la salida, y se ha ido.

Cuando ya no puedo sentir mi rostro más húmedo, rota ya toda esperanza por salir de mi hogar, por ver el cielo, la tierra, y la montaña de la que tanto me habló Andrew, me incorporo, y camino hacia delante. Camino durante varias horas, durante varios días. Noto como me sangran los pies, me cuesta caminar, pero yo sigo deambulando. A medida que voy avanzando, noto que, para mi sorpresa, algo está cambiando en el aire. Una ligera brisa me recorre la piel, y, con cada paso, la oscuridad de la caverna se disipa. Corro, sin parar, con las pocas energías que me quedan. Me golpeo contra las paredes, la sangre que derraman mis pies quiere hacer que me resbale, pero yo soy más fuerte que nunca. Se extiende sobre mi cuerpo a medida que me acerco al resplandor que distingo al final del túnel, eso a lo que Andrew llamaba "luz". Mis pensamientos han cambiado, este ya no es mi hogar. Quiero salir.

Nací, en una gruta oscura, en una tierra ni fría, ni caliente; ni acogedora, ni incómoda; ni lujosa, ni vulgar. Desconozco a qué edad empecé a caminar, pues no había nadie más que yo allí para recordármelo. Desconozco las palabras, el lenguaje, los sonidos, pues todo estaba en completo silencio.

Sentada y con los pies colgando al vacio de un enorme abismo, ya en la boca de la caverna, sonrío y miro el mundo que se extiende ante mis ojos; el sol distingue las cosas poco a poco; lo primero, el viento, lo siento en mi cuerpo desnudo. Lo segundo, debe ser el movimiento del agua, la voz de los ríos de los que tanto me habló Andrew. Luego comienzo a sentir el calor de la luz que me señala el camino, el camino a lo último que llego a distinguir; lejana y majestuosa. Una montaña coronada por las estrellas. Una enorme montaña azul cristalina.

Memorias del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora