Capítulo Uno

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Run Away

I

Los días nublados no eran un impedimento para que el chico saliera por las mañanas a correr. Debía estar en forma para la gran carrera. Gary, su hermano mayor, le incitaba a practicar día a día corriendo largas distancias para perfeccionar su técnica. En ocasiones le entregaba un paquete haciendo alusión a las carreras de relevo. Tenía su propio record y su hermano lo felicitaba por cada segundo menos que tardaba en llegar a su meta: era un diamante sin pulir cuando se trataba de correr.

Sin embargo, en la escuela tenía pequeños problemas de aprendizaje, sobre todo con historia. Recordar fechas y nombres no era lo suyo. Para las matemáticas, en cambio, era un excelente alumno. Las mejores notas estaban junto a su nombre.

Era admirado por unos y odiado por otros. Nada fuera de lo normal tratándose de niños.

Algunos de sus compañeros de clase pertenecían a los distintos clubes que había en la escuela. Entre ellos estaba el de atletismo. Él no podía entrar allí, porque después de clases se ganaba a unas cuantas cuadras, cerca de su hogar, para limpiar uno que otro parabrisas y recibir por ello una propina, dinero que llegaba a las manos de su madre. Agradecida, preparaba algunos pastelillos para él, para su hermano y para la gente que iba a su hogar a comprar los dulces hechos a mano por la esforzada mujer. La pobreza no reinaba en su hogar, pero tampoco lo hacía el dinero. El poco efectivo que se veía en el hogar era gastado en las cuentas básicas, necesarias para subsistir dentro de la humilde familia.

Había días en los que Alexis tardaba un poco más de la cuenta en alistarse, sólo para observar a sus compañeros correr de un extremo a otro en la cancha de la escuela. Apreciaba con gran entusiasmo el físico que tenía cada uno de ellos. Apenas tenían doce años, pero el deporte siempre muestra sus frutos en los firmes músculos de los niños que lo practican.

Sonreía con cada paso que daban sus amigos. Las endurecidas piernas de sus compañeros no se comparaban en nada a las él. El entrenamiento que recibía por parte de su hermano mayor no era suficiente, aun así daba lo mejor de sí mismo para el día de mañana enorgullecer a su hermano. Sólo quería ser alagado por el único hombre que había en su hogar: su ejemplo a seguir.

Tampoco era como si necesitara una imagen paternal en su vida. Con el amor que Elsa, su madre, era capaz de entregarle a él y su hermano era más que suficiente. No necesitaba de ese hombre. Si bien estaba más que satisfecho con el amor de Elsa, no estaba de más el apoyo económico de su padre. El dinero que traían su madre, su hermano y él, no era suficiente para vivir. <<Sólo sobrevivimos>>, comentó un día, con la inocencia que aún podía mantener guardada un chico de su edad.

Bufó.

No una, sino tres veces. Miró a todos los chicos moverse de un lado a otro para calentar sus cuerpos antes de dar inicio al verdadero entrenamiento. Sintió envidia. Cogió su mochila del suelo para ganarla en su espalda y así dar marcha a su siguiente destino: la calle.

— ¿Por qué no te quedas ésta tarde a practicar? —preguntó el chico más alto de su curso. Aquel de las piernas más firmes. Las piernas que tanto envidiaba.

Alexis se volteó para observarlo. Sudaba. Su respiración estaba más que agitada. Sonreía.

—No puedo. Ya será para la próxima. Lo prometo —respondió sincero.

—Has prometido eso tantas veces que ya no te creo nada —comentó, cansado de recibir siempre la misma respuesta por parte de su compañero de clases—. ¿Ya te vas? —preguntó, observando al chico.

—Sí. Mamá no quiere que me quede hasta tan tarde afuera. Ya ha comenzado a hacer frío y no me quiero enfermar —sonrió con desgano.

— ¿Corremos hasta la entrada de la escuela?

— ¡Claro! Te mostraré lo mucho que he mejorado —respondió entusiasmado.

—No te creas, yo no he dejado de entrenar.

Y sin más que decir, ambos chicos se pusieron en posición, contaron hasta tres en voz alta para luego correr con todas sus fuerzas la insignificante distancia que había entre el lugar en donde se encontraban y la entrada a la escuela. Santiago, como era de esperarse, llegó a la meta con una diferencia de cinco segundos. En una carrera real habría sido una humillante derrota pero, en aquel momento, no fue más una afable carrera en donde pudo apreciar el viento en su cara, el dulce sonido que producen las pisadas de su calzado contra el duro cemento y admirar, con entusiasmo, la espalda de Santiago. La misma espalda que veía cada vez que corrían. No era la de Juan, o la de Pedro. No. Siempre era la espalda de Santiago. Una espalda que, con el pasar del tiempo, había dejado de ser la de un niño. Ahora lucía más ancha, como la de un hombre. Como la de un verdadero atleta.

Admirable.

—Nada mal para ser tú —comentó Santiago, mientras intentaba recuperar el aliento.

— ¿Qué... qué quieres decir...? —cuestionó con dificultad. El aire le faltaba y no pudo disimularlo. No había corrido en todo el día pero, al hacerlo, sintió como si su cuerpo —atrofiado por la falta de práctica— se quemara por dentro.

—Apenas has corrido cien metros y mírate —sonrió con autosuficiencia—. Si tan sólo entrenaras como se debe...

—Nos vemos mañana, Santiago —interrumpió sonriente—. Cuídate, prometo correr contigo en la carrera de mañana.

— ¡Oh sí! Mañana, en el festival de la escuela, tu derrota será pública —sonrió amigable.

—Claro que no. ¡Yo ganaré! —agregó, con entusiasmo limpiando el sudor de su frente.

—Espero que así sea. Saludos a tu madre.

—En tu nombre.

Y sin más, a parte de un fuerte apretón de manos —como si de dos adultos se tratara—, Alexis se marchó con un leve trote más parecido a una caminata rápida. Santiago lo observó hasta que éste desapareciera de su campo visual. Entró a la escuela y corrió junto a los demás niños que estaban allí con el entrenador. Porque correr no era sólo un sueño, sino más bien una pasión.


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