Capítulo dos

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II



La esquina de siempre estaba tan poco iluminada como lo ha estado desde que le asignaron ese lugar. Cada trabajador ambulante tiene su propio terreno. No hay contrato, pero sí advertencias. Nadie pide ni trabaja en la calle del otro, porque de ser así las consecuencias serán aún más terribles que el no haber llevado el dinero suficiente al hogar.

Él estaba tranquilo. Conforme. El punto de trabajo que ganó, o más bien, le otorgaron, fue una calle cercana a su escuela y casa. No se quejó al oír el nombre de la calle. Conocía esos lares como la palma de su mano. Eran peligrosos, sí. Sin embargo, su gente jamás le haría la desconocida para apoderarse de lo poco que pudiese ganar durante la tarde. Lo único que en verdad le preocupaba era que, para ese invierno, el gobierno chileno había decidido anular el cambio de hora en esa estación del año, por lo que amanecía más tarde y oscurecía aún más temprano.

Aún no se veía el beneficio de tal decisión.

Otros, simplemente, le sacaban provecho al manto nocturno.

Alexis dejó su mochila junto a un poste de luz. Esperó, como era de costumbre, a que diera luz roja para comenzar a trabajar. Miró el ocaso con gesto pensativo mientras humedecía el paño que utilizaría para limpiar los parabrisas. Apretó con fuerza el viejo trapo sin despegar la vista de las infinitas nubes color naranja que se van decolorando sobre la triste ciudad de Santiago. Observó atento la aparición de las primeras estrellas y en cada una depositó un deseo. Siempre el mismo deseo.

—... correr. Cruzar la línea y romper la cinta... —balbuceó perdido en sus pensamientos hasta que el fuerte sonido de una bocina lo trajo de golpe a la realidad.

Levantó la vista y allí estaba uno de los autos que solicitaba sus servicios, más por simpatía que por la vasta necesidad de limpiar el pulcro vidrio delantero de su reluciente carro.

Alexis sonrió.

No se quejaba del trabajo que realizaba con aquel hombre. Mucho menos se quejaba del billete que depositaba en su mano cada vez que terminaba. Tampoco le incomodaba saber que el dinero que recibía de esa persona era más bien un acto de caridad que la verdadera paga por su esfuerzo. No le importaba nada. Sólo le interesaba abrir su mano, recibir el billete y luego atesorarlo con recelo en uno de los bolsillos internos que tenía en su pantalón.

—Gracias, muchacho —recitaba el hombre con dulzura. Dos palabras que soltaba en menos de un segundo.

—De nada, señor —respondía con orgullo.

Guardaba el dinero y se alejaba de la puerta de aquel auto, con su trapo viejo en alto en un gesto simple de saber si alguien más requería de sus servicios.

Alexis sabía que no debía estar más del tiempo del que necesitaba para limpiar un parabrisas y cobrar el dinero en cada auto. Se lo había dicho con amabilidad su cliente anterior una vez que éste lo vio platicando inocentemente con otro conductor.

—Recibes el pago y te alejas sin cruzar miradas, ni sonreír más de lo que debes, sin mirar nada más que el dinero que te dieron, ¿de acuerdo?

— ¿Por qué?— preguntó la primera y única vez que habló cara a cara con él—. ¿No es más feo demostrar mi necesidad de dinero que el agradecimiento por el pago a mi trabajo?

El hombre sonrió con ternura. Ver a un chico trabajar en las calles no era menos doloroso que verlos mendigar. ¿En qué clase de mundo vivíamos si aún era necesaria la mano de obra infantil para poder mantener un hogar? La triste realidad era dura. Y él, tan viejo como sabio, optaba por ayudar al prójimo de una u otra forma. Daba igual si era fomentando el trabajo de ese menor entregando dinero por su labor. Quería y necesitaba ayudar a quienes, según él, eran los más débiles.

—Niño, si la gente mal intencionada te ve dedicándole más tiempo del que debieras a los conductores de cada carro que limpias... —lo miró a los ojos para agregar con voz ronca y seria— creerán que no sólo limpias parabrisas. ¿Me entiendes?

—Puedo hacer más cosas, si así lo desean.

—No me he expresado claramente, ¿verdad? —soltó con dureza observando de vez en cuando el espejo retrovisor y el semáforo de enfrente—. ¿Qué otras cosas eres capaz de ofrecer a éstas horas de la noche, eh? —frunció el labio esperando oír una respuesta decente y no lo que ya su adulta mente estaba procesando.

—Puedo... —miró el techo del auto y luego el semáforo que aún permanecía en rojo. No tardaría en cambiar, por lo que su respuesta debiera de ser corta y certera—. Puedo trabajar de carpintero. Sé trabajar la madera; puedo ser vendedor, lustrador, barrendero —sonrió con gracia. El hecho de imaginarse cantando mientras barría las calles le pareció motivo de risa—. Señor, es en serio, trabajo que me ofrezcan yo me esforzaré por hacerlo de la mejor manera. No soy flojo.

El hombre analizó al chico con la mirada. Fue tan profunda la manera en como lo observó que éste creyó ser visto por dentro. Sus más grandes y profundos deseos serían revelados ante los penetrantes ojos del hombre que estaba sentado con ambas manos fijas en el volante.

—Buen chico —sonrió conforme—. Continúa trabajando como lo has hecho hasta hoy, ¿vale?

—Sí, señor. Gracias.

—Ya sabes, eh, no hables más de lo que debes hablar con los conductores. Haz tu trabajo y vete a buscar más parabrisas.

La luz cambio y el auto comenzó a avanzar. Siquiera notó en qué momento el auto color azul se había perdido entre tantas luces rojas, amarillas y blancas. Desapareció sin dejar más que una leve capa de contaminación, una sutil sonrisa en su rostro y un suave calor dentro de su pecho.

Desde ese día que Alexis se dedicaba solo a lavar los vidrios y a recibir la paga por ellos. Al único que sonreía, mientras trabajaba, era al hombre que le aconsejó ser así. Le resultaba imposible no sonreír cuando lo miraba. Le gustaba saber que él estaba ahí, de lunes a viernes a la misma hora, en el mismo vehículo y con el mismo feo, canoso y anticuado peinado de hombre casado. Le gustaba ver como se le arrugaba el rostro cuando sonreía con gracia. ¿Qué edad tendría? Unos cuarenta años, quizás. Ya se enteraría. Su mirada era pulcra y acogedora, y el azul de sus ojos era fascinante. Casi no se veía ese color de ojos por donde él vivía y si alguna vez los vio no fue en otro lugar que en la televisión. El traje de oficina le quedaba bien, incluyendo la panza que sobresalía por el cinturón de seguridad que lo mantenía aprisionado. Era admiración lo que llegó a sentir Alexis por ese hombre al que bautizó como Ben, por su auto.

*

A cierta hora de la noche, cuando el aire se condensaba al salir de sus labios, volvía a casa con las manos dentro de los bolsillos acariciando cada moneda y billete que había ganado durante el día.

Sus pasos debían de ser largos y firmes. Sin cruzar mirada con nadie. Hay días, o noches, en los que una simple mirada puede costar, incluso, la vida.


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⏰ Última actualización: Mar 11, 2016 ⏰

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