Una gata siamesa se agazapó en la rama de un árbol y miró a Gaby con sus brillantes ojos azules. Maulló con fuerza. La gata se había encaramado en el árbol que había frente a la casa de Gaby y ahora tenía miedo de bajar. Desafortunadamente, Gaby llevaba puesto su mejor suéter. Se lo ajustó aún más al cuerpo. Era el único suéter escolar decente que tendría hasta que su padre tuviera suficiente dinero para comprarle uno nuevo, y eso no se sabía cuando iba a suceder. La gata volvió a maullar. Gaby miró hacia su casita amarilla.
Si su mamá hubiera estado allí, ya la gata estaría libre y ronroneando, sana y salva, en sus brazos.
Decidida, Gaby se quitó el suéter y lo tiró en el portal de su casa.
-¡Tienes mala suerte gata! -gritó, remansándose la blusa blanca- Mi mamá, experta en trepar árboles y salvar gatos, todavía no ha regresado. Así que me tienes a mi. ¡Gaby al rescate!
Agarró la rama más cercana y se impulsó hacia arriba. La gata maulló.
-¡Ya voy, ya voy!
La última vez que Gaby había trepado el árbol fue el verano anterior, cuando ella y su mejor amiga, Alma, habían desafiado a los chicos a una pelea de globos de agua. El árbol era el sitio ideal para un asalto contra los chicos que estaban debajo. Los pobres nunca tuvieron la menor posibilidad de ganar.
Gaby afincó los pies y manos y trepó más alto, hasta que la gata estuvo a su alcance.
-¿Ves? Tú no eres la única que puede trepar -dijo, y miró hacia abajo. Primer error.
Ella sabía que la regla universal para trepar árboles decía que jamás de los jamases se podía mirar hacia abajo. Esto era lo más alto que había trepado. Si se caía, seguro terminaría luciendo como una momia egipcia. Gaby se imaginó vendada de pies a cabeza y tomando sopa con una pajilla. Bueno, sólo tenía que evitar caerse. Tan sencillo como eso.
-¡Ven acá, misu, misu! -llamó a la gata, de la misma manera que había oído cientos de veces a su mamá llamar a los gatos callejeros.
Pero esta gata no era callejera. Tenía el pelo brillante y estaba gordita. En el cuello lucía un collar con piedrecitas de fantasía y dijes dorados. Alguien quería a esa gata. Gaby estiró la mano para alcanzarla. Segundo error.
La gata arqueó el lomo y bufó. Gaby retrocedió sorprendida.
-¡Qué dientes tan lindos! -exclamó.
Se acomodó en la rama y sopesó sus opciones.
Cuando Gaby era más pequeña, había visto a su mamá trepar el mismo árbol muchas veces para rescatar gatos. Mientras subía, su mamá se reía y les hablaba con dulzura: "Qué bonita eres, gatita". Su mamá le había dicho que a los gatos había que hablarles suavecito y agarrarlos por la piel del cuello porque es así como la madre los traslada. Parecía tan fácil hacerlo. En cuanto su mamá tenía el gato rescatado contra su pecho, bajaba maniobrando por las ramas, mientras lo tranquilizaba dándole besos en las orejas y diciéndole palabras llenas de erres como si estuviera ronroneando. Nunca había lomos arqueados, bufidos o dientes afilados.
Gaby respiró profundo y volvió a estirar el brazo.
-No te preocupes, gatita -dijo con dulzura. Esta vez la gata se aferró a ella, hundiendo las garras en su brazo y hombro- ¡Ay, ay!
Gaby no podía agarrarla bien por la parte de atrás del cuello como su mamá le había mostrado, pero al menos tenía al animal. Las cosas progresaban. Ahora solo faltaba bajar. Sin caerse.
Sujetó bien a la gata y, con la mano que le quedaba libre, comenzó a bajar del árbol apoyándose de rama en rama. Ya iba por la mitad, cuando una voz potente la desconcentró.
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Gaby, perdida y encontrada
General FictionGaby le sonrió a Alma por el espejo retrovisor, pero Alma la ignoró. Si no fuera por Alma, Gaby estaba segura de que ahora estaría en la oficina de Sor Joan, también conocida como "el calabozo", tratando de explicar qué hacía un gato en su mochila...