Una pieza de puzle que no encaja en ningún sitio.
El llanto de un bebé que nadie consuela.
Soy esa mina de lápiz destrozada por dentro, y en el momento en el que me rompa por primera vez, por más que intentes sacarme punta, no volveré estar entero.
Un ramo de flores que nunca se marchita.
Esa brisa fresca una tarde de verano.
Tú eres esos instantes en los que el cielo se viste con colores rosados, naranjas, amarillos, incluso violetas... ese atardecer que la gente nunca se cansa de ver, pero que no dura para siempre.
La gente nos mira con recelo, el blanco y el negro mezclados pero sin conseguir formar un gris, un zapato de tacón y una chancla... tan desnivelados que todos observan, esperando a que caiga.
El roce de su mano con la mía me dan fuerzas para seguir andando, aunque las miradas parecen espinas bajo mis pies, de las cuales mis zapatos van a ser incapaces de protegerme en un tiempo.
Están desgastados, exhaustos, pidiendo a gritos un descanso para poder dejar de lado estos pinchazos para siempre.
Pero ella me mira, y la chispa de sus ojos las convierte en brasas, que, aunque cálidas, empiezan a herirme de nuevo.
Me tiemblan las rodillas, no creo ser capaz de mantenerme erguido, y con rapidez la suelto y comienzo a correr hacia un establecimiento de la zona.
Mis pies se vuelven fríos al sentir la ausencia de su calor a mi lado, y las miradas de los que me rodean no mejoran la situación.
Me meto en uno de los baños, intentando esconderme, pero me vuelvo más vulnerable, ya que ahora esa persona que intento mantener atrapada en mi cabeza sale y empieza a gritarme las verdades a la cara.
Grita y grita, una y otra vez, sin siquiera un descanso para recobrar la voz.
Y lloro, sin siquiera darme cuenta, no porque me recuerde lo que soy, sino porque me habla de lo que nunca podré ser.
Mis lágrimas caen con formas geométricas que nunca pensé que podrían tomar, pero cuando tocan el suelo se rompen y dispersan, haciéndose cada vez más pequeñas.
La pared se siente como papel de lija sobre mis brazos desnudos. Los miro una y otra vez. Están rojos, en carne viva, pero curiosamente esta vez no me duele.
Entonces alguien abre la puerta.
Escucho su respiración agitada y cuando se acerca más, empiezo a ver el blanco a su alrededor.
Toca mis brazos, pero una barrera invisible impide que surja el gris.
Me sujeta las manos con fuerza y comienza a hablar, aunque no logro distinguir lo que dice. Observo sus gruesos labios articular palabras, más y más palabras, que adquieren un valor incalculable por el hecho de que es ella la que las pronuncia.
Noto que sus movimientos se van haciendo cada vez más lentos, hasta que el ardiente suelo que ha hecho aparecer bajo nosotros choca contra mi cara, haciendo el negro que me rodea lo envuelva todo, incluida la luz que ella irradia.
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Multitud de colores me rodean, unos más claros, otros más oscuros, pero todos intentando encontrar el sacapuntas adecuado para que no vuelva a romperme.
Ilusos.
Busco desesperadamente el blanco, pero, como en la mayoría de obras de arte, brilla por su ausencia.
Unos roncos gruñidos que pretenden ser palabras surgen de mi garganta, pero nadie comprende lo que intento decir, aunque en realidad, yo tampoco.
Me remuevo, incómodo ante toda aquella atención e intento que presten atención a lo que digo, pero, como la mayoría de artistas, sólo quieren difuminar el negro.
Y allí está, recostada en el marco de la puerta con esa simplicidad que la hace tan especial, con la mirada perdida en algún punto del suelo.
Parece triste, y mi oscuridad se intensifica al percatarme de que seguramente yo seré el causante.
Se acerca hacia mí a grandes zancadas, y aunque intenta parecer alegre, en sus ojos se reflejan los sentimientos que esa sonrisa pretende esconder.
La gente no suele usar el blanco porque no saben cómo hacerlo, porque es para dar toques especiales para los demás colores, por eso nunca se rompe... sin embargo, yo me he creído mejor artista de lo que en realidad soy y lo he usado sobre un fondo negro, y he necesitado tanto para trazar unas suaves líneas que cada vez se difuminan más que lo he desgastado, y poco a poco, se va rompiendo.
Ya no hay goma que borre lo que he hecho, ni lienzo en el que me apetezca posarme, pero la sigo mirando, devolviéndole la sonrisa, aunque los dos sepamos la verdad.
Pasan a examinarme varias veces, y ella sigue ahí, pero su luz se ha apagado un poco.
-N—no es tu culpa- digo con un hilo de voz.
Ella levanta la cabeza y me mira con los ojos llenos de esas lágrimas geométricas que vi caer sobre el suelo del baño.
-¿Y de quién es sino?- me contesta, con la voz rota, al borde del llanto.
Y, por primera vez, veo algo de gris.
La ira me invade por dentro y tiro un jarrón que tengo próximo al suelo, rompiéndolo en pedazos, convirtiéndolo en un caos lleno de tonalidades diferentes.
-¡No es tu culpa!- grito.
Ella me observa algo aturdida, pero en sus ojos se refleja el pavor que siente hacia mí, y el negro invade la estancia casi por completo.
Comienza a pedir ayuda, mientras le chillo que se aleje de mí hasta que no me queda aire en los pulmones.
Entonces se me acerca hasta que escasos centímetros nos separan, y me mira con esos ojos enmarcados por las ojeras como nunca nadie imaginó que podría hacerlo el blanco.
-Vale.
Eso es lo único que me dice, devastada por mis palabras, pero la verdad es que ella me ha hecho más daño a mí con esas cuatro letras.
Si ya lo decía yo, en sus labios, todo tiene más valor.
Luego se gira y sale de la habitación, y me doy cuenta de que con ella se lleva un poco de negro, como una especie de sombra que solo nosotros dos somos capaces de ver.
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Pasan días, semanas, y ambos dejamos secar la pintura de este cuadro que ya parece terminado.
A veces la veo en sueños fugaces en los que le explico el por qué de mi reacción, donde ella me entiende y volvemos a ser aquella extraña pareja incapaz de formar el gris... pero al final, el negro siempre acaba consumiendo al blanco y hundiéndola con él, llevándola a aquel lugar en el que no querrías ver a ningún ser querido, en la más profunda desesperación, en la cual tú eres tu peor pesadilla de la cual nunca puedes huir.
Vago por las calles sin rumbo fijo, y veo en la lejanía aquel blanco luminoso que tanto tiempo se ha mantenido a mi lado, con una casi imperceptible sombra gris que desaparece un poco más cuando ella sonríe al ver a un naranja atardecer que la besa como si ella fuera lo más preciado del mundo.
Parece que alguien más se ha dado cuenta de eso a parte de mí.
Vuelvo por donde he venido, evitando una paleta de colores donde el negro ya no tiene cabida, y voy a mi galería de arte, donde no queda ningún color que llene los cuadros, salvo la oscuridad que me rodea.
Porque ella era aquel último bocado de tu comida favorita, tan preciado como efímero, y yo las migas de pan que toca recoger para tirar a la basura una vez has acabado.
Porque yo era la causa de aquellas lágrimas geométricas que surcaban sus mejillas, y ella la razón de todas mis sonrisas.
Porque era ella blanco, y yo negro, y aunque me doliera, eso nunca debía de cambiar.
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Arte.
Short StorySoy esa mina de lápiz destrozada por dentro, y en el momento en el que me rompa por primera vez, por más que intentes sacarme punta, no volveré estar entero. Tú eres esos instantes en los que el cielo se viste con colores rosados, naranjas, amarillo...