La conocía a ella.
Lo conocía muy bien a él.
Sabía cómo se entrelazaran sus caminos, tenía claro los días buenos y los días malos. Entendía sus más escondidos miedos, era testigo en sus sueños, comprendía qué los hace reír y cómo podían resultar heridos.
Veía claramente su primer encuentro, el combate de las miradas, el choque de las primeras impresiones. Estaba al corriente de cada paso que iban a dar y qué dirección iban a tomar. No siempre sería hacia adelante.
Tenía claro que iban a sufrir. Que el camino no sería recto ni sin baches. Que caerían, pero que se levantarían. Que iban a tropezar, que intentarían huir, que se rebelarían. No obstante, no podrían esconderse.
El poder lo tenía yo.
Yo decidía con qué pie se despertarían por la mañana, qué comida les apetecería probar, qué película iban a ver. Yo sabía qué les seducía, cómo y cuándo se iban a ironizar, en qué situaciones se iban a enfrentar.
Podía escuchar el sonido de sus risas mezclándose con los gritos furiosos escapados de entre los demoníacos pensamientos. Sufría por las lágrimas de cada uno. Podía ver el resplandor de la luz en sus cabellos y apreciar la fuerza de una verdadera sonrisa. Podía sentir el cosquilleo de sus pieles, los nervios, los nudos atragantados en las gargantas resecas.
Conocía el principio, pero, lo más importante, podía ver más claro que el agua de un río montañoso, el final.
Era la hora.
Tenía que hacerlos vivir.
Las palabras quemaban en mi cerebro, empujaban, crecían cada hora, cada día, se multiplicaban como una célula a punto de madurar. Me llamaban, me atraían, no me dejaban descansar.
Escuchaba sus gritos. Querían salir, ansiaban ver la luz, demostrar que podían sobrevivir por ellas solas, que podían ser amadas o incluso odiadas.
Había más de ellas. Había muchas. Se peleaban para ver quién sería la primera al salir, cuál iba a ser la ganadora. No esperaban su turno, no respetaban ninguna disposición, ni querían oír la voz de la razón. Se mezclaban y se combinaban sin un orden aparente.
No obstante, cada una era importante. Todas y cada una tenían su sitio y su valor. Porque cada una daba luz a la otra.
Ese día empezó como de costumbre. Nada anunciaba el tremendo cambio, la rendición que cambiaría el curso de mi vida. Café y cigarro en la terraza. Observar las nubes de la mañana sobre el cielo. Sentir las ráfagas de viento sobre el rostro. No obstante, no había tranquilidad. El impertinente pensamiento de que podía intentarlo por lo menos, me taladraba la mente. El cosquilleo en mis talones, el nudo que crecía en mi estómago. ¡Intentalo! ¡Hazlo! ¿Qué te retiene? Nadie lo sabrá.
Las imágenes que llegaban a mi mente no eran las de delante de mis ojos. Me encontraba ya en otro mundo.
Delante de mí había una sencilla pantalla blanca. Pero yo no la veía de esa manera. Había sonidos y olores. Había amor y había odio. Había feos combates, impúdicas trampas y exquisitas reconciliaciones. La veía llena de experiencias, de momentos inolvidables de la vida.
Lo hice.
Mis dedos temblaron sobre las teclas. Curiosamente, las palabras se quedaron atascadas por un instante. Parecía que se habían avergonzado de repente. Que eran tímidas. Que ninguna quería arriesgarse y ser la primera.
Ahora ni recuerdo cuál de ellas fue. Ni importa. Sus hermanas, sus amigas, toda su familia la siguieron. Las que se parecían a ellas y las que eran todo su opuesto. Las hermosas, las delicadas, las gorditas y las esbeltas como el tronco de un joven árbol. Las graciosas y las constantemente enfadadas, las cuales, estaba claro, tenían la intención de hacer daño. Todas cobraban vida.
Todas y cada una de ellas saltaban alegremente y ocupaban su posición.
Había envidia entre ellas. Cada una pensaba que era la mejor y que no podía ser reemplazada. Cada una pensaba que era la más importante, la primordial. Después de llenar la primera página se tranquilizaron. Entendieron que eran una familia y que debían aceptarse por lo bueno y por lo malo. Que nacieron para enviar un mensaje. Que tenían un propósito y lo conseguirían únicamente si se quedaban juntas.
Pasadas unas horas se hizo silencio.
Me reí entre las lágrimas. Eran tan hermosas. Un cuadro con líneas curvas, y otras rectas, con discos redondos como la luna llena y originales símbolos. Un dibujo tremendamente bello. Viéndolo desde lejos inteligible, pero desde cerca estrechamente ordenado.
Todo tenía un sentido.
Había comenzado y tenía la certeza de que no existía la opción de marcha atrás.
Los ojos me punzaban y no sentía si todavía me quedaba la columna vertebral. Me di cuenta que músculos de mi cuerpo que no sabía que existían estaban tensados como la cuerda de un arco preparado para disparar. Me miré los dedos, asombrada por el hormigueo en las puntas, recordatorio de la actuación.
Y, a pesar de todas las incomodidades, era feliz.
Me sentía llena y vacía, al mismo tiempo. Llena, porque había dado el primer paso, y vacía, porque algunas palabras habían visto la luz. Ya no habitaban en mi alma. No obstante, tenía la certeza que el desierto se llenaría muy pronto. Que nuevas historias atormentarían mis noches, que otros personajes me iban a hablar, y vírgenes caminos esperaban ser descubiertos.
Estaba contenta por haberlo conseguido, asustada por las consecuencias, pero tan lanzada que no me importaba nada más.
Era la primera vez que escribía.
ESTÁS LEYENDO
Narrador omnisciente (Relato corto)
Short StoryRelato corto incluso en la Antología "Mi primera vez". Encontráis el resto de las historias con el mismo tema: http://www.wattpad.com/23002881-antolog%C3%ADa-mi-primera-vez#.Ugj_mG3b1eE