Está jugando con fuego. Está jugando con fuego y lo sabe.
La sesión de investidura del día anterior había sido extremadamente tediosa. Pedro Sánchez, como los músicos de la orquesta del Titanic, se había empeñado en seguir tocando aún cuando el agua le llegaba prácticamente a la cintura y todo el mundo había saltado hacía rato por la borda. Por fortuna, había tenido el móvil a mano y los comentarios de la gente de Twitter le habían hecho la tarde mucho más llevadera.
Pero en el debate las cosas son distintas. Tienen que intervenir todos y Pablo sabe que su réplica no va a pasar precisamente desapercibida. Tiene mucho que decir. Y todos van a escucharle.
Cuando Patxi López le cede el turno de palabra respira hondo y sube al estrado. Siente cientos de ojos fijos sobre él pero su convicción no flaquea ni un instante.
Una vez, teniendo apenas seis años, su abuelo le había llevado de excursión a la sierra madrileña. Era un terreno apartado, que había sufrido un incendio reciente, y a su corta edad la imagen se le había quedado grabada en la retina. Cientos de árboles calcinados, ennegrecidos por la ceniza y el humo, el suelo áspero, muerto y sin vida. El aire incluso resultaba irrespirable los primeros momentos, hasta que te acostumbrabas. Le había parecido una escena absolutamente terrorífica y soñó con ella durante varias noches seguidas.
Tienes que tener mucho cuidado, había dicho su abuelo. Una pequeña llama puede arrasar todo un bosque.
Y allí está, más de treinta años después, con cámaras que grabarán cada uno de sus movimientos, cada una de sus palabras, en riguroso directo, frente a un montón de árboles, —algunos viejos y podridos, otros jóvenes y llenos de vitalidad pero igualmente enmoheciéndose por las raíces—, que le observan con concienzuda atención y que le juzgan (y juzgarán) por cada cosa que haga.
Pero ya no es un crío de seis años. Esa época ya pasó. Hace tiempo que dejó de tener miedo. Ahora es él el que sujeta la cerilla.
Y entonces abre la boca.
Y la llama prende.
Las miradas de incomodidad ante su discurso comienzan a tornarse en expresiones de abierta hostilidad. Alude a todos lapidariamente, al corrupto envenenamiento del PP, a las falsas pretensiones del Partido Socialista y, por supuesto, a Ciudadanos y su neoliberalismo galopante. Porque la relación de amistad que le une con Albert Rivera no supone en modo alguno una automática aceptación de sus principios políticos. Porque representa todo lo opuesto a aquello en lo que cree.
—Señor Rivera, el político que no tiene más bandera que su cercanía con los poderosos puede terminar por convertirse en marioneta de los poderosos.
Le mira para evaluar su reacción, que no supone muy distinta a la del resto de su partido, pero el gesto de Albert...el gesto de Albert es inesperado. Es un movimiento de mano que implica un "luego" que Pablo no sabe cómo interpretar. La expresión de sus ojos es distinta a todo lo que ha visto hasta ahora. Es una mirada que, el Pablo de hace algunos años—menos contenido, más libre para hacer tres bromas sexuales cada dos frases—, habría calificado como "depredadora", una mirada de "te voy a llevar a casa y te voy a follar de todas las maneras posibles sobre todas las superficies que me encuentre". Ese mismo Pablo no habría dudado ni un segundo en decirle que sí. Pero aunque en esencia sigue siendo el mismo Pablo Iglesias y su disposición no ha cambiado, ese hombre es Albert Rivera y Albert Rivera simplemente NO mira así a nadie. No obstante el lapsus es momentáneo, tan breve que nadie se da cuenta, y después prosigue con su intervención.