Capitulo 1

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  El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a es casos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que adornaban el frontis de la alcaldía.

 Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral. 

—¿Te duele? —preguntaba. 

 Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares. 

 Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo. 

—¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobierno tiene la culpa de que tengas los dientes podridos. El Gobierno es culpable deque te duela.

 Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.

 El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A todos y a cualquier Gobierno.Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.

 Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes. 

 Muy cerca, la breve tripulación del Sucre cargaba racimos de banano verde y costales de café en grano.

 A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían desembarcado. 

 El Sucre zarparía en cuanto el dentista terminase de arreglar quijadas,navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tardeen el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Dorado. 

 El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuerzo de dos hombres fornidos que componían la tripulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado. 

 El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante.De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.

 Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.

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⏰ Última actualización: Mar 21, 2016 ⏰

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Un viejo que leía novelas de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora