Capítulo 1

37 5 0
                                    

Una vez Anna Mae fue feliz. Se sentía contenta y satisfecha, chapoteando en la piscina de su propio líquido vital. Luego, un día, por motivos ajenos a su voluntad, fue aplastada repetida y cruelmente, una y otra vez, por el cuello uterino de su madre. Luchó con valentía durante casi doce horas de parto en plena madrugada. Y perdió por primera vez. Pero no por última.

Fue una fría mañana de invierno tardío. Bajo los deteriorados cimientos y las humedades de una casa centenaria que, algunos años después, se caería a pedazos y quedaría en ruinas por el estallido de una bomba, Anna Mae llegó al mundo entre llantos y chillidos desgarradores que pudieron escucharse por cada rincón del pueblo. Lloró tantísimo que todos pensaron que se acabaría ahogando entre los brazos de aquella partera que, experta pero algo asustada, intentó calmarla con meneos de cuna y caricias sobre aquella abundante mata de pelo tan negro como el carbón. Cuando su madre la sostuvo entre sus brazos y alcanzó a ver una vagina entre sus rollizas y pálidas piernas, se echó a llorar de la alegría. Era la tercera de su linaje, pero la primera mujer. No dudó ni un segundo en pronunciar lo que se convirtió en su nombre. Había esperado cinco años para poder hacerlo. Cinco años en los que aquellas siete letras y aquella imagen distorsionada de su niña no habían parado de rondar por su cabeza. Cinco años orando por ella. Creía incluso haber soñado con aquel rostro blanco, liso, sin arrugas, similar al de una muñeca de loza. Y por fin estaba con ella, en carne y hueso, y no desaparecería tras oír el canto mañanero de los gallos del corral y abrir los ojos.

—Enhorabuena, Angelica, es una niña preciosa —dijo la partera mientras secaba las gotas de sudor de su frente con un paño—. ¡Sois como dos gotas de agua!

Aquella última frase resonó en los oídos de ambas casi diariamente para el resto de sus vidas. Mientras que Harold y Matthew se asemejaban más a su padre, tanto físicamente como, más adelante, en el carácter y la forma de pensar, Anna Mae era un reflejo calcado de su madre. Cuando la partera se marchó con una pequeña cesta de panes y frutas que Joseph había preparado en motivo de agradecimiento, Angelica la acunó, la lavó y desde ese instante amó desesperadamente a esa criatura frágil de constitución pequeña, delgada, morena y algo peluda. No quiso realizar ninguna comparación ni distinción, pues afirmaba que siempre amaría a todos sus hijos por igual. Pero el vínculo que había formado con su pequeña desde el momento que había aterrizado en sus brazos había sido, por algún extraño motivo, mucho más especial. Angelica pareció despertar de un largo letargo y descubrir la alegría de estar viva. Tomó a la niña en los brazos y no la soltó más, andaba con ella colgada al pecho, dándole de mamar en todo momento, sin horario fijo y sin contemplaciones con las buenas formas o el pudor. Le hablaba todo el tiempo, aunque estuviera ocupada limpiando aquel diminuto y anticuado granero que cumplía con la función de una casa, preparando la comida o cosiendo por enésima vez las roturas de los únicos pantalones del inquieto y travieso Harold. Lo hacía sin usar medias lenguas ni diminutivos, en correcto español, a pesar de que nunca hubiera podido recibir una educación, como si charlase con una mujer adulta, en la misma forma pausada, razonable y dulce en que le hablaba a los animales y las plantas.

Para Joseph fue un proceso algo más complejo. Le tomó varias semanas poder ser capaz de acercarse a su hija y tenerla entre sus brazos. Sabía que ser mujer en un mundo de hombres no era nada especialmente fácil y podía conllevar grandes desgracias, sobre todo cuando te rebelabas contra lo establecido. Así había sucedido con Cheryl, su hermana pequeña, quien cinco años atrás, de la noche a la mañana, se había fugado en barco con menos de cinco mil pesetas en el bolsillo a Nueva York, la denominada capital de la libertad, para perseguir el sueño americano y dedicarse así a la vida nocturna, a los espectáculos de burlesque, a los cigarrillos mentolados, al sexo esporádico sin compromiso, pero sobre todo, a la lucha por la liberación femenina. No era que los ideales de Joseph fueran conservadores, sino todo lo contrario, incluso radicales, si los comparabas con los del resto de la población. Aún así, todavía quedaba mucho camino que recorrer para que esas cosas dejasen de resultar un escándalo a ojos de los hombres, incluso de los más liberales, pero también de muchas mujeres. Hijo de un transportista marítimo de mercancía inglés y una madre española especializada en el cultivo de trigo, Joseph y sus tres hermanos se habían criado en el seno de una familia de clase media, los Woolf, sin muchas dificultades económicas para vivir, pero con suficiente conciencia de clase como para saber que el mundo entero necesitaba un cambio radical. A pesar de haber tenido la oportunidad de continuar en Inglaterra y aspirar a una vida mejor posicionada, se había enamorado tan profundamente de Angelica a sus dieciséis que lo había dejado todo para mudarse a aquel pueblucho al sur de España y empezar a su lado desde cero. Educado bajo valores comunistas, republicanos y laicos, tan sólo a la edad de doce años Joseph tenía ya bien definidos sus ideales y objetivos en la vida, los cuales no cambiaría por nada, ni nadie, aunque estos mismos estuvieran a punto de costarle su propia vida algunos años más tarde.

Campo de girasolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora