Antes de empezar la oración, se tronó los dedos, se los tronó imaginando que lo que en realidad tronaba era el cuello de la mujer que tenía en frente. La odiaba, con todo cuerpo y alma. No toleraba su presencia en la casa. Sus ojos marrón oscuro y grandes, enmarcados por abanicos de pobladas pestañas, lo barrían una y otra vez y eso le revolvía el estómago y le provocaba ganas de estrellarle la cara con una ventana y arrancarle el cabello negro teñido.
Su voz era como un taladro, la torturaba, le hacia apretar los dientes y enterrarse las uñas contra la piel, como un poseso. Cada palabra suya le ardía como un infierno. Todo el fuego que ella emitía era ácido en su sangre.
Era tal el odio y desesperación que no podía evitar desear verla muerta al frente de sus ojos. Verla desparramada, sin vida, desnuda, sangrando, sin sus apestosos ojos. Quería destrozarla, hacerla pedazos, derretirla...
Tenerla vulnerable y débil como una criatura moribunda. Quería verla temblar, verla arrodillada pidiendo compasión, admirarla como se arrinconaba y se arrastraba hacia una esquina de la cocina, mientras su pesadilla le perseguía con una sonrisa.
Con tal solo pensar en eso, la adrenalina corría por sus venas. La observó de nuevo. Los ojos marrones estaban cerrados, para ya comenzar la oración de agradecimiento al Señor. No estaba concentrada en orar; solo en observarla, como sus pestañas largas seguían cerradas, su nariz pequeña y repugnante, los labios carnosos que al abrirlos, deseaba cocerlos con el paquete de hilos que había encontrado tirado en el pavimento de una tienda.
Finalizó la oración, y empezaron a cenar en silencio, cada una en sus pensamientos, en sus desgracias...
Estaban solas en la mesa, se sentía observada, le inquietaba. Sabía de quien es.
De ella...
Los repulsivos ojos marrones, la observa, como siempre. La rabia la consumió por dentro y lo que pasó luego, no pudo controlarlo.