PRÓLOGO
Isobel
Mi habitación es la más pequeña del castillo, pero tiene un hermoso balcón en el que puedo plantar todo tipo de flores, excepto rosas Príncipe negro. La leyenda del Príncipe negro cuenta que un hombre trepó hasta el balcón de la princesa que amaba y plantó para ella rosas color rojo sangre. Mi hermano ha enviado a nuestro mensajero a Teruel a buscarme rosas o semillas de ese tipo de flores, pero cuando estas llegan a Bitania están marchitas y las semillas se niegan a crecer en nuestra tierra. Aún así, me quedan las leyendas.
Me gusta leer historias. Sobre todo novelas románticas. Mi madre dice que ese es un rasgo de mujeres insulsas, pero nadie en el reino es más insulso que ella, por lo que no hay de qué preocuparse.
Mi habitación es la más pequeña del castillo, suelo recordarme incansablemente, porque estoy consciente de que esto es así porque soy quien menos importancia tiene entre los miembros de la familia real. Pero miro el lado positivo, únicamente necesito espacio para una cama, un baúl, una cómoda y una pequeña biblioteca. Aunque este lugar sería perfecto si pudiera lograr que en mi balcón crezcan Príncipes negros, o recibir la visita de uno amable y sincero.
A medio día recibo otra carta. Las he recibido todos los días de manos de la misma sirvienta desde hace ya una semana. Ella me las entrega apenada.
—¿Aún no sospechas quién me las envía? —le pregunto.
—No, Alteza —niega, tímida. Sé que no está mintiendo—. El remitente las sigue dejando bajo mi puerta cuando yo todavía duermo.
Aunque dudo acepto la carta.
—Gracias, Helen. Puedes retirarte.
Helen sale de mi habitación después de despedirse con una reverencia. No me gusta que las personas se inclinen ante mí, pero impedírselos nos causaría problemas con la reina.
Soy heredera al trono de Bitania, un reino parte de la Gran Mancomunidad y que se destaca entre los demás por hacer de la justicia un espectáculo público, sirviéndose para esto de la Rota: un anfiteatro con aforo para veinticinco mil personas, en el que, con entretenimiento de tipo circense, se ejecuta a los traidores del reino. Esto se hace llamar Reginam. Aunque cabe mencionar que no estoy de acuerdo con esto. Aunque también cabe mencionar que muchos tampoco están de acuerdo con esto. Pero es aún mucho más importante mencionar que a mi madre, la reina Eleanor, no le importa que estemos en contra de sus métodos de castigo.
¡Hay que proteger a la reina de los traidores!, se justifican ella y el obispo.
Observo la carta. No es una carta cualquiera, cavilo, sosteniéndola entre mis delgados dedos. Es la misma letra sencilla y grácil de las cartas anteriores, y también es el mismo tipo de papel. Sin embargo, es especial. Quien la escribió se tomó su tiempo para merecer mi atención.
Sin más que indagar, rompo el sello que protege la confidencialidad de la postal y la extiendo para leerla.
Mi estimada princesa,
Una vez más soy siervo de la senda que imprudentemente recorren mis sentimientos y, ansioso por acortar nuestra distancia, me atreví a enviarte otra carta. Soy tu vasallo, Isobel. Y aunque no ocurro en el oficio de la poesía, tu candil me guía.
Las horas del día son eternas hasta que puedo encontrarme contigo una vez más. Es más calma la noche que, como buena aliada y amiga, me permite mirarte en sueños.
Hay tanto que quisiera escribirte, Isobel... Pero insisto en que sólo soy un vasallo y ante los ojos del juzgador no doy la talla. Soy un siervo. No te merezco... pero te quiero. Te quiero y por eso te pido que no sientas miedo.