Hoy, el instituto, nos lleva de excursión a los alumnos del Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales. Estamos subiéndonos al autobús. Mi grupo de amigos y yo nos sentamos en asientos conjuntos para poder ir hablando, nos quedan dos horas de autobús hasta nuestro destino.
El bus va llenísimo, pero conseguimos sentarnos todos juntos en cuatro grupos de asientos. Cuatro íbamos en la fila izquierda del bus y los otros cuatro al lado, en la fila derecha. Somos un grupo de lo más variopinto, casi todos tenemos distinta edad y vestimos de manera distinta. Nuestras edades van desde los diecisiete años hasta los veintidós, pero todos estamos en el mismo curso, aunque unos ya nos conocíamos de antes y otros se fueron uniendo poco a poco a la pandilla.
La profesora pasa lista para ver si estamos todos. Cando lo confirma, con un par de sacudidas y vaivenes, el autobús se pone en marcha.
Fuera llueve y hace muy mal día. Hace mucho frío, pero el autobús lleva la calefacción puesta, con lo que los cristales están sumamente empañados, y para poder ver el exterior, hay que frotarlos para limpiar el vaho adherido a ellos.
Mis colegas comienzan a charlar sobre nimiedades risueñamente, y pronto me uno a la conversación.
– ¿Visteis el capítulo de ayer?– Pregunta Ana, la chica de mas edad del grupo, con veintidós años.
– Yo si – Me uní a la conversación–. Cada día está más interesante–. Hablábamos de una serie que está de moda que trata sobre un Apocalipsis Zombie y el grupo de gente que consigue ir sobreviviendo a ello.
Seguimos hablando de cosas así durante casi todo el trayecto, hasta que, dos horas después, llegamos al museo que íbamos a visitar.
Nos bajamos del bus, y cuando todas las clases nos habíamos reunido, éramos cerca de noventa alumnos. Miramos hacía el edificio que tenemos delante, en pleno centro de la ciudad. El bullicio de las calles es ruidoso, sino molesto; sin embargo eso no importa, la belleza del edificio nos deja a todos embelesados, nunca habíamos visto algo así.
Una sucesión de ocho columnas franqueaban la parte delantera del edificio; medían unos diez metros de altura, y soportaban dos pisos sobre ellas. Eran columnas de orden corintio, renacentistas, pues estaban muy bien conservadas. Estaban hechas de mármol marrón, así como el resto del edificio.
Miro las preciosas y ornamentadas ventanas, encima de cada columna había una, sin embargo había nueve ventanas. Vuelvo contar las columnas y hay ocho. Recuento las ventanas y de repente hay ocho también.
"Que extraño." Pensé. "He debido de quivocarme".
– Vamos, o nos quedaremos atrás.– Me dice Alberto, otro de mis colegas. El resto de las clases ya avanza hacía la enorme entrada.
Nos unimos, apurados, a nuestro grupo de amigos y entramos en el museo. Durante hora y media, hicimos una visita guiada. El museo guardaba todo tipo de elementos prehistóricos y enseñaba las distintas evoluciones de los animales ancestrales. Tras esa hora y media de visita guiada, nos dejaron a nuestro aire hasta la hora de volver a nuestra ciudad, seis horas después.
Decidimos ir primero a comer a una pizzería cercana y luego volver para ver el resto del museo, con más calma, y vagar por el museo.
La pizzería era más barata de lo que esperábamos y además todo estaba buenísimo, con lo que salimos de allí muy contentos.
Al volver hacía el museo, algo me dijo que mirase hacía las ventanas, no sé que fue, pero en mi interior había algo que me obliga a mirar. De nuevo hay una ventana de más, y en la que era la última ventana de la derecha, contra el cristal, se perfilaba una figura.