Paradoja de amor

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Nunca pensé, ni siquiera imaginé que las cosas hubiesen salido de esa manera. Mi amigo, mi compañero, mi guía, mi maestro.

Oh hermano no puedo, no puedo creerlo, ¡tú!, ¿cómo pudo ser?

¿Porque tenías que ser tú?

Siglos atrás nos destinaron a distintos lugares. Como guardias de la armada sagrada, debíamos proteger los rincones más inhóspitos del universo de la creciente oscuridad que amenazaba con segarlo todo, y por tal razón nos separaron. Éramos los mejores, juntos invencibles, pero nuestra fortaleza se debilito al separarnos.

Tú la conciencia y yo la acción, eso siempre fue lo que nos caracterizó.

Tenías muy bien merecidos tus dos pares de alas, porque siempre fuiste un ángel de gran corazón, fuertes principios, y un alma tan bondadosa que llegaba a lo extremo. Tu fuerte deseo de hacer el bien sin mirar a quien te llevo a donde te encuentras ahora.

La tumba.

Estuve desentendido de ti durante un corto tiempo, hasta que un extraño presentimiento invadió mi corazón advirtiéndome que estabas en peligro.

Terminé mi labor tan rápido como pude y busqué llegar a ti, pero extrañamente nuestro vínculo con el corto pasar de los siglos y la distancia se debilitó hasta casi extinguirse sin comprender la razón.

Busqué tu presencia, pero había desaparecido. Una ansiedad antes desconocida fue apoderándose de mi ser, anidándose en mi alma. He intentado tanto alcanzarte, estaba desesperado porque no sabía qué hacer, te busque por tantos mundos, por tantas galaxias y no te hallaba, cuando por fin te encontré, la situación no era nada favorable, y las noticias nada gratas, no podía acercarme a ti, un montón de sentimientos confusos y extraños me invadieron.

Estábamos en la gran torre ubicada en el planeta tierra, un lugar destinado a los juicios sagrados en ese lado de la galaxia; al verte allí de pie firme frente a los ángeles menores, dudé por un instante que fueras tú, estabas irreconocible, aunque tu aspecto externo seguía siendo el mismo de hace siglos atrás,  tu esencia, tu aire angelical, tu aura pura estaba casi extinta.

Para desgracia de ambos llegué muy tarde, tu juicio había sido dictado, tu sentencia definida, el castigo, la muerte. La tuya y la de los seres que estaban contigo.

Apenas pude alejar la vista de ti para saber de qué otros seres se trataba, pero algo llamó mi atención desviando mi mirada hacia tu costado. En ese atrio lleno de luz y resplandor estaba un ser cubierto de oscuridad, con alas tan negras como la noche, cabellos rojos como la sangre, y ojos tan profundos como el abismo.

Un demonio.

Una mujer demonio para ser más exactos, una oscura belleza que te miraba con temor y culpabilidad, a la cual devolvías la mirada llena de amor y tristeza; solo allí pude comprender el motivo de tu juicio y la razón de tu pecado. Con dolor comprendí la verdad. Te habías enamorado.

Tu pecado había sido enamorarte de ella, haber posado tus ojos en un ser prohibido y entregar tu corazón a un ser que vivía de la mentira y el engaño.

«El bien y el mal siempre deben estar separados» ― solía decir el arcángel ―«no hay perdón para el pecador que sabiendo el castigo, sucumbe a él »

¡Tú lo sabias mejor que yo!, él mismo te lo había enseñado y repetido incontables veces, tú eras su pupilo, su mejor discípulo.

Los demonios eran seres oscuros, llenos de maldad y sin corazón, decididos a siempre hacer el mal, e ir en contra de las reglas del creador, por tanto debían ser eliminados.

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