Gabriel se puso de pie frente a la caja de muerto, la línea en la boca de su tío, Roberto Vasconcelos, era inmutable, si algo había cambiado, pensó, sería el matiz de su piel.
Era curioso, y a la vez irónico que, aún muerto, conservará el ceño fruncido que daba toda la severidad a su mirada, los ojos se le habían cerrado a medias, como si en cualquier momento fuera a apagarse por completo.
Entre pensamiento y otro, le distraían las caras conocidas y algunas desconocidas que marchaban por la lujosa funeraria, mujeres exuberantes con largos vestidos negros que resaltaban sus delicadas figuras, los hombres, cada uno con una copa de champán en la mano, pensó que aquello parecía más la celebración de una contrato que un funeral.
Pero, ¿a él qué le importaba la negligencia de los invitados?habría buscado infinidad de veces una única razón para llorar ese día, mas no la encontró. Los recuerdos de su tío eran fragmentos que no lograba consolidar, cuando miraba atrás, veía una imagen que podría pasarse por un delirio, inclusive una pesadilla.
Cuando apenas tenía unos diez años, Don Roberto lo había sacado de la cloaca donde vivía, un pueblo con olor a muerto de nombre Villahigaldo, corroído por el narcotráfico, donde los asesinatos eran el pan de cada día y las desapariciones eran la única forma de evadir la opinión pública. Como un personaje completamente fuera de escena, llegó el ahora difunto, con el mismo traje oscuro y pulcro que traía dentro del sarcófago, se presentó como hermano de su madre y esta lo entregó sin pensarlo dos veces.
Nunca regresó a Villahidalgo.
Tampoco supo qué había sido de su madre, y su tío no era alguien de ese tipo de preguntas, desde el momento que Gabriel puso un pie en la mansión de su tío este se limitó a aceptar su hospitalidad. Don Roberto era amoroso de la única forma que puede serlo quien aprendió del trabajo duro a base de golpes y castigos, aunque fue aquello lo que forjó el ahora difunto empresario.
Las inusuales veces que Gabriel sintió ganas de llorar, eran respondidas por su tío como una mera molestia, le decía que hablara con él cuando terminara de jugar. Después de esas crudas palabras, no recordaba la última vez que alguien le vio llorar, cuando sentía ese nudo en la garganta se aseguraba de estar completamente solo, para evitar los comentarios. Por ende, la funeraria era el lugar menos indicado para hacerlo.
—¿Un canapé, señor?—le preguntó un mesero, refiriéndose a él con el gesto más atento. Gabriel sacudió la cabeza, la vista esclavizada a la vitrina del ataúd. Ni siquiera observaba al muerto, se entretenía con las huellas sobre el cristal, como cuando los niños juegan con el vaho en la ventana del carro, en cierta forma, él todavía era un joven, si bien su altura y su madurez eran engañosas, recién había cumplido los veinte años.
Había algunos de sus amigos también, mas por compromiso que por gusto, pues tenían cierto desagrado por los funerales. Al llegar habían dado su pésame a Gabriel, pero no esperaron para salirse de aquel aire sofocante a echarse un cigarrillo, estarían allí hasta que les pareciese correcto y huirían a algún antro de la ciudad.
Sucedía algo más esa noche, cada vez que entre uno u otro de los presentes se producía un ligero contacto visual, o se encontraban frente a frente si su dignidad se los permitía empezaban con preguntas vagas como la familia, el estado de una persona o qué había hecho últimamente. Verdaderamente a nadie le importaba eso. Dinero, propiedades privadas, negocios sin dueño, no tardarían en aparecer mujeres que con unas copas demás lograron hacerse lugar en las escrituras, para poco asombro del sobrino. El nombre de él estaría implícito, aunque por ahora fuese vanal a ojos de aquellos empresarios, para ellos seguía siendo "Gabito", el niño que con sus delicadas facciones se había ganado ese diminutivo.
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Sofía
RomanceLos ojos verdes de Sofía eran lo más cercano al mar, ¿quién diría que serían su condena?