La estatua

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 Para llegar a mi escuela debía pasar todos los días por un parque solitario, muy sucio y tétrico. A pesar de ser un parque público nadie entraba en él, tal vez por el mal estado en el que se encontraba, incluso los árboles estaban por caerse.

Lo que más llamaba la atención de este parque, además de su pésimo estado, era que a la mitad de éste había una pequeña estatua de un hombre muy feo. Tenía una nariz muy grande y la piel arrugada, era algo viejo y lucía un sombrero lleno de huecos y una sonrisa extremadamente marcada. No entendía por qué la habían construido, ni siquiera era un tributo a alguien importante que yo supiera.

Todos los días debía ver a esa horrenda estatua. Hasta que un día me harté, y mientras pasaba por el parque, cogí un bolsa de plástico negra y le tapé la cara a la estatua.

Seguí mi camino. Apenas había dado unos pocos pasos cuando alguien vino por detrás y me tapó la cabeza con una bolsa negra.

Me la saqué rápido, algo confundido, pensando que un amigo mío me quería asustar; pero al sacármela no vi a nadie a mi alrededor.

Lo raro era que la estatua ya no tenía la bolsa que le había puesto. Además, se había volteado, mirando a mi dirección.

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