La abuela había empacado todas mis cosas, porque yo estaba afuera del pueblo cuando ellos decidieron que nos iríamos a vivir a la ciudad más cercana, hacia el norte. Cuando les pregunté por qué nos estabamos yendo, respondió que el principal motivo era que ella y mi abuelo querían devolverme mi vida normal. Con "vida normal" se referían a mis primeros quince años de vida, durante los cuales viví en mi ciudad natal con mis padres. Vivir con mis abuelos en el pueblo no fue tan malo, incluso fue mejor de lo que esperaba. Lo único que necesitaba para vivir allí era la madurez que adquirí cerca de los veinte años. Pasados cinco años de vivir en el pueblo, ya me resultaba divertido madrugar para recoger los frutos de la huerta de mi abuelo, venderlos a los habitantes o ayudar a mi abuela a clasificar las semillas en frascos de vidrio. Pero según ellos, ya era tiempo de regresar a la vida urbana y que yo estudiara una carrera. Desde pequeña me interesé por la Arquitectura, y claro que en un pueblo tan humilde no había universidades, apenas había una pequeña escuela para todos los niños, que eran pocos.
El día del "adiós" a nuestro pueblo, los tres nos encontrábamos sobre las ruedas de un tren con destino a la ciudad del norte. La abuela sólo traía consigo un bolso de mano con las cosas que pudiéramos necesitar durante el viaje, como los pañuelitos descartables que delataron el resfríado de mi abuelo.
—Y pensar que te he tejido más chalecos que a mí misma...— lo reprendió mi abuela, tendiéndole un pañuelo de papel. Mi abuelo bufó, como siempre lo hacía cuando se enojaba y quería, a su vez, evitar una discusión. El sonido del tren opacó el segundo comentario de mi abuela, y los próximos minutos los pasaron en silencio.
Había aprendido a contentarme con las pequeñas cosas luego de vivir en el pueblo, adonde la felicidad residía en las cosas que anteriormente hubiera pasado por alto, por lo que sentarme del lado de la ventanilla me provocó una alegría indescriptible. Se me escaparon algunas lágrimas al observar las últimas viviendas del pueblo ilustradas tras el cristal de la ventanilla, pero la melancolía desapareció cuando recordé que la vida que me esperaba podía ser aún mejor.
En la mitad del recorrido me quedé dormida, y cuando desperté sentí una molestia en la garganta sin saber por qué, hasta que mis sentidos me advirtieron que tenía mucha sed. Por suerte, la abuela tenía una cantimplora con agua todavía fresca en el bolso de mano. Bebí suficiente agua como para no tener más sed, pero tratando de ahorrarla considerando que quedaban dos horas y media más de recorrido.
No imaginaba a mis abuelos viviendo en la ciudad. Incluso dudaba que supieran qué es un centro comercial, un bar o una discoteca, lo más similar a eso que conocían era el mercado del pueblo, que consistía en una exposición de bienes dispuestos en diferentes mesitas alineadas en dos filas enfrentadas en el centro de la plaza. Seguramente la abuela se horrorizaría cuando viese a las jóvenes vestir jeans ajustados y lucir sus ombligos al descubierto, y el abuelo se burlaría de los clientes de las verdulerías, jactándose de que él tenía su propia huerta.
Sólo quedaba media hora de viaje cuando mis abuelos despertaron de la siesta gracias a las risas de un pasajero que leía un libro cómico. Mi abuelo chasqueó la lengua e intentó volver a dormir, pero lo más parecido que consiguió fue cerrar los ojos unos pocos minutos.
—¿Cómo estás, cielito?— mi abuela asomó su mirada entre los asientos y a través del hueco pude ver la mitad de su sonrisa.
—Muy bien.—respondí, omitiendo el hecho de que aún tenía un poco de sed. El abuelo también se volteó para verme y mostrarme la mitad de su sonrisa por entre los asientos. Les devolví la sonrisa, con el semblante cansino y miré cómo a través de la ventanilla comenzaban a aparecer carteleras con publicidades y señalizaciones. Uno de los centros comerciales de la ciudad se encontraba apenas a ochocientos metros de donde estábamos.
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Es una promesa
RomanceÉramos niños pequeños cuando Paulo me miró a los ojos, nos tomamos de la mano y prometimos que nos casaríamos a los veinticinco años. A medida que fui creciendo, entendí cuán absurdo sonaba aquello. Quizás al cumplir los veinticinco cada uno tenga s...