Siempre me han dicho que tengo un don, que soy especial, diferente. Otros lo llaman enfermedad (una vez llegaron a decir que tenía una que nunca antes habían visto). Lo que creo yo es que ellos están locos, o soy yo el que no está cuerdo. Tal vez se junte todo. O nada. Pero estoy seguro de que no soy normal; no soy como los demás chicos de mi edad. Quiero decir que no puedo hacer lo mismo que ellos porque, claro, mi habilidad (o llámalo como quieras, porque yo ya no sé ni cómo lo debo calificar) no me lo permite. Tampoco es que tenga muchos amigos con los que compararme, la verdad; solo podría considerar a dos como tal: Minerva y Andrés. Ellos fueron los únicos que no me pusieron mala cara al verme entrar en clase el primer día. Sí, como regalo de mi decimosexto cumpleaños, mi padrastro me dijo que nos mudábamos a Madrid. Conclusión: adiós casa, adiós vecinos y adiós... no más despedidas; no tenía nada más que fuera a añorar después de mi partida. No, ni siquiera amigos. Nadie dijo que mi vida fuera fácil, y mucho menos yo.
El caso es ese, y es que hace unos meses me fui de mi pequeña ciudad a la gran capital del país. Me habría gustado gritarle al culpable de mi traslado un par de cosas, empezando por reprocharle su ayuda a que me sintiera aceptado por la sociedad de hoy en día, pero seguro que me habría arrepentido. A fin de cuentas, ha sido gracias a él por quien he conocido a mis nuevos y mejores (aunque únicos) amigos. La verdad es que tampoco soy muy sociable, pero eso no importa. Creo que mi odio hacia la humanidad viene de que intentaba conocer a gente cuando tenía cinco años, y me iba bien porque era un niño bastante agradable, pero no sé qué se suponía que hacía que todos los padres de los demás les decían: "No vuelvas a juntarte con él". Así, sin más, sin justificación ni nada. Y el resultado de esa simpatía por mí dio el resultado al Álvaro que soy ahora.
Quizá haya quedado como un antisocial o qué sé yo, prefiero no saberlo, pero la gente me ha tratado como si fuera un trapo sucio hasta que llegué a la actual ciudad en la que vivo. Aquí la gente me saluda por la calle si me conoce, aunque sea de vista, y cuentan conmigo hasta para la más mínima tontería. ¡Incluso me invitan a sus fiestas de cumpleaños, comidas y cenas! Desde hace medio año se podría decir que mi vida ha dado un giro de trescientos sesenta grados, pero no lo haré porque mentiría; ha dado uno de setecientos veinte. Ha sido cambiar de aires y ¡boom!, todo sobre ruedas. Tal vez era eso conocido como la suerte de principiante, pero después de dieciséis años no creo que se me pudiera considerar como un novato, al menos no en algunos aspectos.
Realmente no sé cuándo se me podría dejar de considerar un soldado raso y subir de categoría (para no seguir siendo un primerizo, quiero decir), pero lo que había descubierto por mí mismo era demasiado... ¿impactante?, ¿sorprendente?, ¿inimaginable? Creo que un poco de cada una de ellas y de unas cuantas más. Aunque aún me quedaban cosas por descubrir, porque cada año averiguo una nueva, dos si tengo suerte. ¿Qué me esperaría doce meses más tarde? La sorpresa pura y dura, como aquel que dice. De todos aquellos avances, el más notable fue que, de un día para otro, podía oír conversaciones completas desde lejos. Y de nuevo aparecieron las nuevas hipótesis, esta vez pasando por el "¡Vaya! ¡Has agudizado el oído!" de mi madre y el "Lo siento, pero su hijo padece autismo" del médico. ¿Alguna vez la sociedad se iba a poner de acuerdo y me iban a decir lo que le pasaba a mi cuerpo o tendría que seguir pasando las tardes pegado al ordenador mirando en internet y leyendo artículos? No sé para qué me preguntaba eso si la respuesta era la más obvia: una persona no iba a pensar exactamente lo mismo que otra, y mucho menos todos los habitantes de este país.
Además, les oculto a mis padres (a mis padrastros se podría decir que les oculto hasta mi existencia) un pequeño secreto que me sucedió en la fiesta del decimoctavo cumpleaños de Andrés (sí, es un año mayor, pero es un buen chaval). Estábamos Minerva, él y yo recogiendo el desastre que habían causado algunos de los invitados, aunque varios se podrían decir que eran invitados de los invitados de los invitados, hasta que me cansé. Me tiré en el sofá y, no sé cómo lo hice, pero todo se recogió solo con pensarlo en un abrir y cerrar de ojos. Nunca lo había hecho antes y, aunque ellos supieran mi cualidad, enfermedad, don o lo que sea, esto les dejó trastocados. Sus caras parecían un cuadro de Picasso, y yo creo que debía estar como ellos. Al final, Minerva sonrió y me quedé mirándola; no entendí el porqué de ese cambio de actitud tan brusco. Me levanté para marcharme, ya estaba lo suficientemente avergonzado sin saber cómo lo había conseguido, pero ella posó las manos en mis hombros y rompió el silencio tan tenso que llegué a pensar que se podría cortar con un cuchillo si alguien se lo proponía, y todo desde que la casa estaba impoluta, diciendo:
-Álvaro, eres un héroe.
Me lo tomé a broma. Pensé que se refería a habernos quitado todo el follón de recoger el estropicio que se había montado. Pero estaba contenta, y mi sexto sentido me decía que no lo había entendido bien.
-Quiero decir que eres un héroe, con poderes sobrehumanos, como Superman -explicó.
-Hero... ¿eh? -exclamamos Andrés y yo a la vez, anonadados.
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Hero... ¿eh?
Short StorySer adolescente nunca se calificó como algo fácil. Ocultar un secreto, menos aún. ¿Y si algunos lo llaman don? ¿Y si otros te tratan como si tuvieras una enfermedad? ¿Y si te discriminan por eso? ¿Y si descubren lo que te pasa antes que tú mismo? La...