Ocaso rezumaba de vida y color. En la ciudad se estaba celebrando el aniversario de su creación y todo estaba decorado para acoger a muchos turistas que llegaban de otras ciudades solo por la diversión. No era el caso de Santi, que llevaba viviendo allí toda su vida. Esa mañana se había despertado temprano solo para ver cómo organizaban y decoraban las calles para la celebración que tendría lugar esa tarde. Además, así podía colaborar él también y ayudar a cualquier cosa que se necesitara.
El tiempo pasó muy rápido mientras se dedicaba a ayudar, y ya casi era la hora de dar comienzo a la gran fiesta con los fuegos artificiales. Los brillos rojos inundaron el cielo junto a otros destellos verdosos y azulados. Las explosiones amarillas caían en forma de cascada y las naranjas formaban pequeños tornados. Era un espectáculo maravilloso. Sin embargo, Santi se percató de que una figura aprovechaba la distracción del público para adentrarse en el bosque de la ciudad, al que se accedía a través de un gran portón en una de las calles principales.
Rápidamente se preguntó que qué haría un tipo tan sospechoso como aquel yendo al bosque a esas horas y corrió tras él, abandonando el espectáculo celeste.
El bosque era un lugar muy tranquilo y siniestro a la vez. Los árboles eran muy grandes y frondosos, y sus copas llegaban a alturas inimaginables. Observó a su objetivo varios metros por delante, caminando lentamente entre las imponentes masas vegetales. Santi comenzó a andar por el sendero procurando hacer el menor ruido posible, y ya llevaba unos pasos andados cuando la oscuridad se cernió sobre él. Cuatro seres oscuros con una forma abstracta le rodearon y giraron a su alrededor, señalando que no tenía escapatoria.
—¿Errantes en Ocaso? —preguntó boquiabierto mientras trataba de encontrar una apertura.
Las criaturas siguieron girando a su alrededor hasta que se lanzaron contra él de golpe, atacando con sus oscuros tentáculos.
—¡Ugh! —gritaba Santi mientras era atacado por las criaturas.
Entonces, una especie de cortocircuito se abrió paso en el interior de su mente. La electricidad se expandió desde sus manos y electrocutó a las criaturas que le acechaban.
—¿Qu-qué narices ha sido eso?
Las criaturas desaparecieron en un halo de oscuridad y Santi se quedó allí de pie observándose las manos y preguntándose el sentido que todo eso tenía.
«No puedo quedarme aquí perdiendo el tiempo, ya lo averiguaré más tarde... —pensó—. Tengo que encontrar a aquel tipo tan misterioso».
Aún con sus manos centelleando aquella extraña electricidad, Santi corrió para internarse en lo profundo del bosque. Sin embargo, su mente no podía parar de preguntarse por qué habían aparecido aquellos seres en el bosque. Los errantes eran unos monstruos muy peligrosos que solo aparecían en las leyendas y en los cuentos para niños y se les describía como unas masas de oscuridad repletas de tentáculos dispuestas a robar el alma de las personas nobles. Pero él acababa de enfrentarse a cuatro de ellos y los había derrotado de una forma muy inusual. Intentando apartar todo esto de su cabeza, Santi continuó corriendo por entre los árboles hasta que halló su objetivo: el extraño hombre vestía una larga túnica negra y estaba frente a una gran verja de una mansión enorme que, por su aspecto, parecía abandonada.
La mansión estaba hecha de grandes ladrillos anaranjados y tenía un enorme jardín lleno de árboles con formas redondeadas y alargadas. La gran verja que cerraba el paso al público era de un negro muy intenso y tenía un gran candado sujetado por varias cadenas enrolladas a la valla. El hombre extraño sujetaba con curiosidad el candado y lo observaba desde todos los ángulos posibles. Santi observaba escondido entre la maleza todos sus movimientos cuando, de repente, el encapuchado se desvaneció sin dejar rastro.