Era ya tarde. La luna estaba brillando entre el mar de estrellas que se materializa cada noche. Yindro estaba muy cansado y se había acurrucado en su cama entre las sábanas. Ya había cerrado los ojos pero, de pronto, notó aire frío en el cuello. Otra vez había dejado la ventana abierta. Qué pereza. Una parte le decía que fuese a cerrarla, y así poder dormir apaciblemente, y otra parte le retenía allí en la cama, tan a gusto, de no ser por la pequeña corriente que se colaba por la ventana. Al final Yindro cogió fuerza y se levantó a cerrarla. Buscó a tientas las zapatillas de andar por casa y se puso la izquierda en el pie derecho y la zapatilla derecha en el pie izquierdo. No importaba, de hecho él no se había dado cuenta. Anduvo unos pasos hacia delante y se tropezó con el cargador del móvil. ¡Maldito cable! El móvil había salido disparado y se le había salido la batería. Ya lo recogería mañana. Llegó a la ventana y la cerró. Suspiró. Ahora ya podría dormir tranquilo. Se dio la vuelta y se fue hacia la cama. Justo en ese momento cayeron dos estrellas fugaces. Ya tumbado en la cama se dio cuenta de que tenía que ir al baño. Ahora sí que no. Esta vez sí que no. Ahí comenzó la mayor batalla vista entre la voluntad de un hombre y sus necesidades. Después de cinco duros minutos, el arduo combate cesó. Yindro había perdido, así que fue al baño.
Llegó a la cama ya por fin y vino el silencio y la oscuridad.
Se enciende la luz.
Aparecen unas letras negras en un fondo blanco. Seguidamente entra en escena un flexo andante. Se aproxima a la letra I y empieza a pisotearla. Deja la I totalmente aplastada. Y lentamente gira la cabeza hacia el observador. El observador, que pensaba no formar parte de la historia, se da por aludido. Mira hacia los lados esperando no ser él, pero lo es. El flexo empieza a dar saltos hacia el lugar en el que se encuentra el sujeto. El sujeto se asusta y se queda paralizado, pero el flexo sigue avanzando. Si no fuera porque es un sueño se habría dado cuenta de que un flexo no puede moverse por sí solo, pero los sueños es lo que tienen; parecen tan reales como la vida misma. Cuando el depredador está a punto de llegar a su destino se apaga la luz.
Se enciende la luz.
Aparece un campo lleno de flores y de vida. Hay muchos almendros en flor y entre medias de ellos fluye un pequeño río. De repente, una flor empieza a hacerse enorme. Es una rosa roja. La rosa, mientras crece, empieza a absorber toda la vida que hay a su alrededor para mantener su color y su brillo mágico. El paisaje se vuelve seco y angustioso, pero la rosa gigante se mantiene erguida y resplandeciente. Pasan los días y las semanas y un día llega una tormenta con vientos muy fuertes. Las corrientes de aire consiguen arrancar la rosa del suelo y esta cae de lado al sólido elemento. La tormenta cesa. Entonces, de dentro de sus pétalos, salen las flores, los almendros, el riachuelo y todos los animales e insectos que poblaban la pradera y se colocan en el mismo sitio en el que estaban. Vuelve a salir el Sol. Se apaga la luz y ya no se vuelve a encender.
- ¡Arg! ¡Maldita sea! Olvidé quitar la alarma... Y hoy es sábado. No tengo que ir al trabajo. Pff, seis de la mañana, y yo ya no voy a poder volver dormir. Iré a desayunar... -
En ese momento Yindro miró a la ventana y se percató de un precioso amanecer. Se quedó embelesado admirando el color naranja tan característico de los amaneceres. Los rayos penetraban por la ventana y bañaban su cuerpo. Notó una extraña y placentera sensación. Se sentía como lleno. Entonces esbozó una sonrisa y siguió disfrutando de la calidez del Sol. No sabía por qué, pero nunca se había parado a observar el amanecer. Siempre preocupado y con prisas por llegar al trabajo los amaneceres parecen grises y mudos.
Cuando creyó haber recargado toda su energía vital bajó a desayunar. Se preparó un zumo de naranja y unas tostadas con aceite y sal; las tostadas con mermelada no eran de su agrado. Se tomó todo con tranquilidad y luego fue a vestirse. Se sentía con ganas como para salir a dar un paseo.
Una vez preparado abrió la puerta de su casa. Seguía habiendo una luz anaranjada. Cerró la puerta. Yindro vivía en una urbanización de chalets con jardines muy frecuentada, pues estaba en las afueras, cerca del polígono industrial. Caminó unos pasos por su jardín dando saltitos pisando sólo las piedras del camino principal, procurando no pisar el césped hasta llegar a la valla. La abrió, salió y la cerró. Ya estaba en la acera. Miró hacia los dos lados y no vio signos de vida. Así que empezó a caminar hacia donde le guiase su cuerpo. La calle no era larga, era larguísima. Había más de veinte minutos de paseo entre chalets, algún parque y más chalets.
Conforme andaba el aire se comenzaba a espesar. De repente, el cielo que había estado despejado, se llenó de nubes. Y esas mismas nubes empezaron a bajar al suelo. Mientras caían se iban convirtiendo en algodón de azúcar. Llevaban una velocidad tremenda. Yindro no cabía en su asombro. Los ojos como platos. Con una violenta pero esponjosa sacudida, la ciudad (o al menos lo que él veía de ella) se llenó de algodón de azúcar. El cielo ahora estaba lleno de nubes oscuras que tapaban el Sol. El algodón empezó a brillar con luz propia y a cambiar de color: primero de rosa pasó a rojo, de rojo pasó a verde pistacho, de verde a amarillo y así continuó hasta completar la paleta entera de colores y siguió repitiendo el ciclo en bucle. Yindro consiguió sacar los pies de dentro de la suave textura del algodón y descubrió que podía andar por encima de él. Su corazón empezó a latir rápidamente. Notó una especie de magnetismo, algo que le atraía. Se hizo de noche en unos segundos. Siguió esa poderosa fuerza, mientras le acompañaban luciérnagas que se encendían como velas en el aire. Sintió un aroma suave y fuerte a la vez. Era intenso pero delicado, era duradero pero efímero. Yindro realmente estaba envuelto en una mágica atmósfera. Toda esta concentración de elementos tentadores le conducían a un mismo lugar. Estaba llegando al parque. Un parque muy simple por cierto: una fuente, unos cuantos árboles y algunos arbustos junto a los columpios. Pero en medio de él, el terreno se elevó y formó una pequeña y verde colina. En ella creció una flor. Una rosa. Al llegar a la entrada del jardín la fuerza desapareció. Yindro tenía de nuevo el control. Aunque siguió sintiéndose atraído por la misteriosa colina. Caminaba ahora lenta y cautelosamente, acercándose poco a poco. Subió la pequeña colina y contempló la rosa. No sabía por qué, pero sentía que debía tocarla. Sus dedos avanzaron suavemente hacia delante. Su dedo índice palpó, no la flor, sino la espina. Y de la yema brotó una gota de sangre. Yindro sonrió.
Se enciende la luz.
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Piénsalo
FantasyDescubre un pequeño secreto acerca de la vida de la mano de Yindro. No diré más, si sientes un ápice de curiosidad entonces léelo.