Dan Brown El código Da Vinci
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El aire frío de abril se colaba por la ventanilla abierta del Citroën ZX,
que avanzaba a toda velocidad en dirección sur, más allá de la Ópera, a la
altura de la Place Vendôme. En el asiento del copiloto, Robert Langdon veía
que la ciudad se desplegaba antes sus ojos mientras él intentaba aclararse
las ideas. La ducha rápida y el afeitado le habían dejado más o menos
presentable, pero no habían logrado apenas reducir su angustia. La
terrorífica imagen del cuerpo del conservador permanecía intacta en su
mente.
«Jacques Saunière está muerto.»
Langdon no podía evitar la profunda sensación de pérdida que le
producía aquella muerte. A pesar de su fama de huraño, era casi inevitable
respetar su innegable entrega a las artes. Sus libros sobre las claves secretas
ocultas en las pinturas de Poussin y Teniers se encontraban entre las obras
de referencia preferidas para sus cursos. El encuentro que habían acordado
para aquella noche le hacía especial ilusión, y cuando constató que el
conservador no se presentaba se había sentido decepcionado.
De nuevo, la imagen del cuerpo de Saunière le cruzó la mente. «¿Aquello
se lo había hecho él mismo?» Langdon se volvió y miró por la ventanilla,
intentando librarse de esa visión.
Fuera, la ciudad se iba replegando lentamente -vendedores callejeros
que arrastraban carritos con almendras garrapiñadas, camareros que
metían bolsas de basura en los contenedores, un par de amantes
noctámbulos abrazados para protegerse de la brisa impregnada de jazmín. El
Citroën esquivaba el caos con autoridad, y el ulular disonante de su sirena
partía el tráfico como un cuchillo.
-El capitán se ha alegrado al enterarse de que seguía usted en París -
dijo el agente. Era lo primero que decía desde que habían salido del hotel-.
Una afortunada casualidad.
Langdon no se sentía precisamente afortunado, y la casualidad no era
algo que le inspirara demasiada confianza. Siendo como era alguien que
había dedicado su vida al estudio de la interconexión oculta de emblemas e
ideologías dispares, Langdon veía el mundo como una red de historias y
hechos profundamente entrelazados. «Es posible que las conexiones sean
invisibles -decía a menudo en sus clases de simbología de Harvard-, pero
siempre están ahí, enterradas justo debajo de la superficie.»
-Supongo -respondió Langdon-, que en la Universidad Americana de
París les han dicho dónde me alojaba.
El conductor negó con la cabeza.
-La Interpol.
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El Codigo Da Vinci
RandomEl aire frío de abril se colaba por la ventanilla abierta del Citroën ZX, que avanzaba a toda velocidad en dirección sur, más allá de la Ópera, a la altura de la Place Vendôme. En el asiento del copiloto, Robert Langdon veía que la ciudad se desp...