El aire frío de abril se colaba por la ventanilla abierta del Citroën ZX, que avanzaba a toda velocidad en dirección sur, más allá de la Ópera, a la altura de la Place Vendôme. En el asiento del copiloto, Robert Langdon veía que la ciudad se desplegaba antes sus ojos mientras él intentaba aclararse las ideas. La ducha rápida y el afeitado le habían dejado más o menos presentable, pero no habían logrado apenas reducir su angustia. La terrorífica imagen del cuerpo del conservador permanecía intacta en su mente. «Jacques Saunière está muerto.» Langdon no podía evitar la profunda sensación de pérdida que le producía aquella muerte. A pesar de su fama de huraño, era casi inevitable respetar su innegable entrega a las artes. Sus libros sobre las claves secretas ocultas en las pinturas de Poussin y Teniers se encontraban entre las obras de referencia preferidas para sus cursos. El encuentro que habían acordado para aquella noche le hacía especial ilusión, y cuando