CAPÍTULO PRIMERO

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CAPITULO PRIMERO

I

Los guerrilleros

       Aquella noche, la oscuridad impedía respirar con normalidad. Las noches sin luna eran ideales para desplazarse, pero existía el peligro de encontrarse con una patrulla y, aunque estaban acostumbrados, siempre esperaban lo peor. La tensión aumentaba cuando llegaba el amanecer en una zona peligrosa, y el amanecer estaba próximo.

Cinco hombres y una mujer llevaban toda la noche caminando. Habían cruzado desde el refugio de Güejar–Sierra, por el Molinillo, siguiendo los antiguos senderos de la guerra, dejando atrás Deifontes e Iznalloz. Sus ojos miraban la oscuridad en completo silencio, avanzaban con el fusil en las manos, en fila india, los nervios impedía que sus pensamientos fluyeran con claridad. Diciembre de 1951 estaba siendo un mes muy duro para los que vivían en la sierra.

Hay que llegar a la cueva antes que salga el sol —dijo El Capitán que caminaba el primero.

Nadie respondió, pero todos aceleraron el paso.

A lo lejos, volviendo la vista atrás, se veían las luces de un pueblo sobre una pequeña colina, debía de ser Iznalloz, por su posición podían saber que la cueva estaba cerca, conocían el lugar. De pronto una retama se movió. El jefe hincó la rodilla y apuntó con su fusil, todos hicieron lo mismo, nadie habló, parecía la brisa que se había levantado o tal vez algún animal. Esperó un rato y se acercó a la retama, no encontró nada ni se veía ningún rastro, comprobó los alrededores y no percibió nada sospechoso.

Es la tensión —susurró.

Siguió caminando, los demás se levantaron y le siguieron. Pronto llegaron a lo alto de un cerro, allí, tras unos riscos se divisaba una madriguera, apartando unas piedras el agujero se agrandaba y podía entrar una persona. Por él accedían a la cueva que les servía de refugio en aquella zona.

Apartaron los pedruscos y el cabecilla entró de rodillas, se levantó y encendió una cerilla, se dirigió a un candil que colgaba de una pared y le prendió la mecha, no había peligro, los riscos que había delante impedían que se viera la luz, los demás le siguieron y se aposentaron, cada uno buscó un rincón para dejar sus pertenencias.

Encendieron el fuego que estaba preparado en el centro de la estancia; durante la noche el humo no se veía y, aunque enrarecía el ambiente, las corrientes de aire que existían en la cueva permitían que fuera habitable. En cuanto amaneciera lo apagarían. La Guardia Civil tenía vigilancia en la zona y podía ser peligroso. Cerca de los pueblos extremaban todas las precauciones.

El Capitán miró a sus hombres un momento, tosió levemente para que le prestaran atención.

Ahora vamos a comer y a descansar, luego haremos una asamblea para decidir si damos el último golpe económico antes de marcharnos a Francia. De acuerdo, voy a preparar la comía —dijo Carmen que siempre tenía hambre.

Ella era la encargada de la cocina, por eso estaba exenta de guardias, por lo demás era tratada igual que los hombres. El jefe se dirigió a su mochila, sacó una talega con harina y una manta de tocino. Isidoro sacó de la suya un jamón troceado. En el centro había una gran piedra que hacía las veces de mesa, allí comían y amasaban las tortas, cerca de ella, un pequeño hueco donde hacían el fuego; sobre él colocaban unas piedras alargadas y cuando estaban calientes ponían las tortas que se iban haciendo lentamente. Cuando tenían carne la asaban directamente sobre las ascuas. En aquella zona había abundante leña y estaba lejos de veredas y caminos por lo que se sentían seguros, no obstante siempre ponían vigilancia por si alguien se acercaba.

UNA GUERRA SENCILLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora