La caída de la Bestia

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Antonio lo había dicho una vez- hace mucho mucho tiempo cuando, en uno de sus inusuales actos de benevolencia, llevó a los tres primos de caza.

"Cuidad, niños. La bestia es más fiera cuando está a punto de morir".

Sebastián lo recuerda ahora, justo ahora, cuando ve a Daniel levantarse del suelo, vestido con más sangre que uniforme. Abajo, gritando de dolor y rabia, queda Luciano; mirando con terror a su mano derecha, atravesada con una daga larga y vieja justo en el centro- en la palma, clavándolo al suelo. La fuerza que debió tener Daniel para lograr que el arma- ya sin filo ni punta, atraviese carne, piedra y tierra era algo que Sebastián solo podía imaginar. Apretó el fusil en sus manos.

Nunca fue bueno con un arma. Nunca. Por eso Antonio nunca quería llevarlo de caza en primer lugar.

Miró a Martín, aunque desde su lugar entre los arbustos (de lo poco que quedaba del bosque que no fue hecho cenizas), solo podía verle la espalda, ancha y tensa- dura como mural. Tenía la espada sin desenfundar, y lo conocía lo suficiente para saber que estaba dudoso. Imbécil. Idiota.

Idiota.

Te vas a matar.

Pero no puede culpar a Martín en su duda. Su primo mayor era fuerte y ágil, buen soldado. Pero era un romántico sin esperanzas- que se escondía en su lengua filosa, su talento con la espada y su arrogancia sobreactuada.

Ceder ante su humanidad, cuando uno nunca fue humano en verdad, era lo peor que podría pasarle a una nación a cualquier edad- y peor si es una joven. Martín nació con demasiada desgracia, muy peligrosamente humano para su propio bien. Débil de corazón. Por su gente- sus hijos, por sus primos, su familia. Siempre lo fue.

La guerra lo golpéo más duro que a Sebastián, que a Luciano. No tan duro como a Daniel.

Pero por la forma en la que Paraguay se le acercaba, la espada ya sin funda, eso era cuestión de tiempo.

Sebastián tiene su espada también- un adorno que cuelga de su cintura, no puede usarla. Sus brazos son muy cortos. Martín lo mandó a esconderse con el fusil, que no se meta- que se cuide nomás. Sebastián trató de oponerse a las órdenes de su primo mayor, pero ningún argumento pesaba lo suficiente en contra de la evidencia: La cabeza de Sebastián apenas y con suerte le llegaba a Daniel por el estómago. No compararía su estatura con la de Martín, sería demasiado humillante.

En esta guerra, todas eran naciones jóvenes; con una más vieja y cruel tirando los hilos. Pero el que aún tenía cuerpo de niño era Sebastián. Su voz no se había roto aún, pelado en sus partes bíblicas. Y ahí estaba, con fusil en mano, aguantandose el horror y las lágrimas y el odio y la impotencia que significaba el cuerpo que poseía. Quizá fue su aspecto el que provocó la posesiva confidencia de Luciano y Martín, que los llevó en guerra alguna vez.

Quizá por eso, Daniel lo solía sobreproteger, llevándolo a esta guerra.

La guerra era por él. Si sus primos se meten en guerras, es por él.

Daniel detiene sus pasos, solo un momento, para escuchar entre todo el pandemonium, un débil sollozo cubierto de maldiciones en portugués. Luciano está tratando de armarse de valor para arrancarse la daga de la mano.

Daniel lo mira con infinito desprecio, ni una pizca de pena. Siempre se supo del odio que se tenían, incluso en sus inocentes tiempos de colonia. Desde las guerras guaraníticas; una pelea que no era ni de Brasil ni de Paraguay- sino de sus padres, portugueses contra guaraníes. Pero el resentimiento se les educó, la tensión quedó, y ni el tiempo ni las acciones de uno con el otro ayudaban. Guerra era inevitable.

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