¿Qué les pasó a los Vampiros?

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—No, marico, desde que salió esa mierda gringa de Crepúsculo se me cayó el negocio. Antes podía asustar a quien quisiera y gritaban «¡No me mates, por favor!», ahora si digo que soy un vampiro, ¡me piden un hijo! ¡Incluso me han preguntado si me brilla el pito! —tomó otro sorbo de la copa con el líquido rojo mientras hacía una mueca de horror—. No viví mil años ni pasé las quemas de brujas para esto.

A pesar de que los monstruos de todas las especies existentes estaban intentando mezclarse entre la aburrida sociedad de los vivos, él era uno de los que todavía amaba asustar y, en el mejor de los casos, matar. Pero, Lucifer, si esto seguía así iba a caer en quiebra.

Mario rodó los ojos. Y luego decían que no eran dramáticos los vampiros.

—Mira Robert, no puedes hacer una historia completa para quejarte de la basura literaria de ahora —le respondió su amigo, ofendiendo bastante a la autora—. Tan solo déjalo pasar, no es más que un libro...

Antes de que pudiera continuar con sus palabras de ánimos, se escuchó hasta allí parte de la conversación de las chicas que estaban en la mesa contigua del bar.

—¡No me vas a creer! ¡Van a sacar la película de Crepúsculo!

—¿Qué? ¡Omaigáh! Tenían que hacerlo, ¡todas las chicas quieren a un vampiro!

El hombre lobo vio a su pálido amigo volver a hacer una expresión de sufrimiento para luego caer en la mesa, escuchando aquella desagradable noticia.

—¡Cuatro libros, coño, cuatro libros! ¡Y ahora una película! ¡Y luego que por qué odio a los humanos! —levantó la cabeza y se puso las manos en la frente, asqueado—. ¿No les basta con haberme hecho sufrir por tanto tiempo siendo satanizado? ¿Ahora soy la fantasía sexual de niñas pubertas? —Se quejaba Robert pasándose la mano por el rostro, haciendo que se le cayera el maquillaje que solía usar para esconder que era un vampiro—. ¿A quién asustaré ahora?

Mario, uno de los pocos hombres lobos que quedaban en el país, tan solo consoló a su amigo dándole palmaditas en la espalda mientras este se quejaba de los humanos. En ese viejo bar llamado Inferno, ya algo deshecho y olvidado entre lo más recóndito de Caracas, era que se reunían algunos de los monstruos que habían sobrevivido a los años de discriminación por parte de los vivos, pero últimamente estos habían rondado por esos lares a pesar del miedo que todavía les tenían. ¿La razón? El peor enemigo de todos los monstruos que amaban asustar: la literatura juvenil.

Se encontraban allí porque en aquel —desagradable— atardecer de abril, el que era el único de sus amigos eternos que no había matado, o sea Mario, había ido a visitarlo a su mansión en una de las colinas, insistiéndole en que saliera de las sombras. El sitio era gigante y lúgubre, con ventanas que...

—¡Tienes que alejarte aunque sea una vez al siglo de esta mansión, ya te estás pareciendo a Frankenstein! —había gritado Mario (interrumpiendo a la autora en su descripción) al encontrarlo durmiendo plácidamente guindado del techo de la casona, en la forma de murciélago que acostumbraba a tomar. El hombre lobo comenzó a sacudir el polvo del sitio.

—¡No jodas Mario, vete que quiero dormir! —respondió él, volteándose. Pero su amigo no se rindió y comenzó a abrir la ventana, haciendo que el sol fulminante que caracterizaba a Venezuela todo los (malditos) días del año le pegara encima—. ¡SERÁS TÚ MARICO! ¡CIERRA LA CORTINA COÑO'E TU MADRE!

Mario rió mientras lo veía volar hacia un rincón de la habitación, temeroso. Eso le pasaba por haberlo amenazado allá por los años mil seiscientos —PAN, PAN, PAN. Cuando el tirano mandó— con una cuchara de plata.

—Pana, estás más seco que el Guri. Aunque sea vente conmigo al Inferno, creo haber escuchado que tienen sangre de sirena —lo tentó cerrando la cortina de nuevo.

—Mario, ¿qué no entiendes tú de "vete, quiero dormir"? ¿Matar a tantos hongos por Peach te afectó?

—¡Deja de burlarte de mi nombre, chupasangre! ¡No es mi culpa que los humanos hayan hecho ese videojuego justo con el mío! —gritó encolerizado, mientras su cabeza agarraba forma de lobo por un momento.

El vampiro bajó del techo, cayendo en el piso de vuelta a su cuerpo normal. Se pasó la mano por el cabello negro, vio por un momento la cara seria de Mario e iba a hablar, pero las carcajadas que soltó su amigo no lo dejaron.

—Oye, ¿te quedaste en el siglo de María Antonieta o qué? —preguntó señalándolo al ver el pantalón alto y la chaqueta elegante que Robert cargaba. Este solo posó, sin ofenderse—. Sé que estaba buena la jeva, pero te pasaste de marico con eso.

—Primero: Yo no soy como tú, estaba en España para esa época. Segundo: ¿qué vas a decir tú, pedazo de marico asqueroso? ¡Ahí todo enano y todo marico con ese trajecito de malandro! Tercero: Es mi piyama favorita, así que con tu permiso voy a cambiarme para salir —aclaró mientras salía de la habitación, dejando a Mario riéndose junto a todas las arañas y ratas que se habían acumulado allí en los últimos treinta años.

—Vale, madame, avísame qué vestido usarás para combinarlo con el ridículo —añadió antes de oírse cerrar la puerta.

Por eso, justo cuando terminaron bebiendo y hablando en el bar, Robert le había comenzado a contar la razón de su encierro y de lo que los mortales llamaban depresión, que al parecer tenía. Un día cualquiera él había estado caminando tranquilo por las calles con su sombrilla y chaqueta viendo a quién mataba, cuando de pronto tuvo un antojo de entrar a la librería que tenía al frente. Y ahí lo vio, un extraño libro de tapa negra y refinada ilustración que le pareció de lo más llamativo. Al preguntar de qué se trataba y en lo que le respondió el dueño que «era la mejor obra de vampiros de los últimos tiempos» lo compró sin dudarlo. Lo leyó en la acera en unos minutos, y no pudo evitar arrancarse lo que lo cubría y querer renunciar a la vida eterna al hacerlo.

—¡¿Para esto es que hemos quedado los vampiros?! —gritó en plena avenida, mientras se recostaba de un poste, casi en llanto, y agradecía que ya fuera de noche.

Un montón de chicas a su alrededor comenzaron a susurrar tras él mientras pasaban.

—¿Es un vampiro?

—Es muy pálido y tiene colmillos.

—Parece ser de los últimos que quedan, dicen que están intentando civilizarse pero que ese tal Robert no lo ha hecho...

—¡Es un vampiro igual a nuestro Edward! ¡A ÉL!

Al terminar su sesión de sufrimiento y lamentos y al escuchar lo que parecía una estampida detrás de él, Robert se volteó, encontrándose con un montón de chicas y mujeres que corrían a menos de una cuadra gritando "¡Viólame!", "¡Quiero un hijo tuyo!", "¡Dame de tu cabello para clonarte!", y hasta "¡¿Tu pene brilla al sol?!". Y el pobre vampiro, de los pocos de su linaje, comenzó a correr calle abajo hacia su mansión, donde tuvo que esconderse por horas, días y meses... por miedo a lo que sea que pensaran hacer con él.

Y de verdad que no lo entendía. Él había sido de los vampiros más temidos en todo el mundo, respetado en todas las épocas por reyes y hasta por el mismo Satanás (a quien le había robado una buena sangre de hada y por lo mismo no podía ni acercarse a las puertas del infierno, pero eso ya era otra historia), ¡hasta había logrado sobrevivir a las quemas de brujas! ¿Acaso lo había hecho para presenciar aquella humillación de su raza?

—¿Qué haré ahora, Mario? ¡Mi carrera está arruinada! —sollozaba, mientras las chicas al lado de la mesa conversaban si ese era el vampiro del que tanto hablaban, el único en toda Caracas y, quizás, Venezuela.

—Ya verás que pronto ese librucho pasará de moda y todo volverá a la normalidad —le aseguró Mario sonriente, sin saber que cosas como Crepúsculo, lamentablemente, no pasan desapercibidas.

Y los dos solo podían preguntarse... ¿Qué les había pasado a los vampiros?

Fin... creo.

Lo que les pasó a los Vampiros.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora