Los ojos de la reina

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Hace de esto ya muchos, muchos años,
cuando en un reino junto al mar viví,
vivía allí una virgen que os evoco
por el nombre de Annabel Lee;
y era su único sueño verse siempre
por mí adorada y adorarme a mí.

Annabel Lee, Edgar Allan Poe


Caía la noche, apuñalando al día, y un rosario de estrellas temblorosas se desplegaba sobre el cielo. Lentamente, un ejército de nubes se acercaba hacia la luna. La galería de arte cerraba sus puertas y yo me retiraba apenado, con las manos en los bolsillos vacíos y ni un saludo de parte de los visitantes. Nadie me había reconocido y solo unos pocos se habían atrevido a llevarse a casa algunas de mis obras. Con tristeza, observé los huecos en los muros, llenos de silencio, de recuerdos. No me gustaba vender mis pinturas, me desagradaba que las juzgaran, que las miraran recelosos, intentando buscar en ellas sus fallas, mis fallas, mis pecados. Sentía que cada uno de aquellos ojos hurgaba en la misma esencia de mi alma y que, como a través de un espejo, podían ver en mis pinturas mi pasado, mi presente y mi futuro.

Las luces de la galería se apagaron y el largo pasillo quedó hecho un valle de sombras. Poco vanguardista, demasiado clásico, repetitivo. ¿Acaso yo no sabía pintar otros rostros? ¿Otras bocas? ¿Otros paisajes? ¿Otras almas? Por supuesto, aquellas gargantas indiscretas ¿qué podían saber de las inquietudes y deseos de un artista? En su vulgar egocentrismo, creían que yo pintaba para ellos, como si mis obras fuesen un espectáculo, un número de circo condenado a un público desde el mismo momento de su nacimiento. Pero no tenía otra opción. Debía entregarles un trozo de mi alma, debía desnudarme ante ellos para obtener un aplauso, una palabra, una cena. No quería sus zalamerías. Sus frases pomposas se me antojaban tan vacías como un anillo de diamantes. Preciosas por fuera, pero huecas por dentro. Sus rostros buscaban mi sonrisa, mi agradecimiento y yo ¿qué más podía hacer? Se los daba, por supuesto. No podía decirles que los despreciaba, que detestaba encontrarme ante ellos tan vulnerable, porque en cada trazo, cada rostro, cada pedazo de cielo, una pincelada de mi alma observaba el mundo desde afuera de mi cuerpo.

Comencé a caminar, atravesado por aquellos pensamientos, deslumbrado por el brillo de la ciudad silenciosa. Las calles eran laberintos húmedos, laberintos asmáticos recortados con tijeras torcidas. Poco a poco, se volvían más frías, más amenazantes, más decadentes y más hermosas. Las fachadas cubiertas de hiedra se me antojaban los lechos de las dulces ninfas griegas; los crucifijos de las catedrales, los amenazantes falos de los faunos dispuestos a penetrarlas. Las luces de las ventanas se habían resbalado, se habían licuado en medio de la humedad nocturna y yo creía que estaba viendo la ciudad a través de un cristal empañado.

Entonces, cuando menos me lo esperaba, el sonido de un claxon me sobresaltó.

—Pensé que seguiría en la galería, pero allí me dijeron que han dado el alerta meteorológico.

Entorné los ojos. No conocía la voz del hombre y su rostro estaba envuelto en las sombras.

—Ajá —respondí.

—Está por llover, ¿a dónde se dirige, señor Bloomfield? ¿No desea que lo acerque?

Dudé. No solía confiar en desconocidos, pero la fama que acumulaba poco a poco me estaba haciendo ceder. Aquellos extraños deseaban que yo supiera sus nombres, que les dedicara mis obras, y mi desconfianza a veces los hería.

—Claro, claro...

Me acerqué al auto del desconocido. Y subí.

Ahora que rememoro, comprendo que el culpable fue mi propio egocentrismo. Yo deseaba que aquel hombre, dueño de aquel auto, de aquella voz profunda, de aquellos modales aristocráticos, me conociera. Y yo quería conocerlo, quería saber su nombre y que me llevara hasta mi hotel. Mientras más apellidos elegantes conociera y más ricos me invitaran a su mesa, mejor me sentiría yo. Así fue cómo sucedió todo.

Los ojos de la reina (cuento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora