Las Brujas.

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Esta historia se remonta al año 1425. Una joven, de largo cabello rubio pajizo, y ojos marrones, entró a la vieja cabaña a la que llamaba hogar. Llevaba una cesta, llena de pan y fruta, la cual dejó en la cocina.

—¿Madre? —preguntó en voz alta, esperando a que la susodicha apareciera, pero no lo hizo. Últimamente, desaparecía mucho.

Entró en la habitación de su hermana, esta tocaba su brazo repetidamente, con el ceño fruncido. Su cabello, del mismo color que el de su hermana mayor, estaba recogido dentro de un pañuelo.

—¿Qué sucede? —preguntó la joven, al ver a su hermana. Se acercó a ella, vislumbrando un gran moretón en el brazo de su hermana—. ¿Alguien te ha hecho daño?

La niña sacudió la cabeza con vehemencia.

—Esta mañana desperté así, no sé qué ha sucedido —la niña apretó los labios —. Estoy asustada, Aldara.

—Tranquila, Oria —suspiró —. Averiguaré que sucede.

Aldara estaba aparentemente preocupada. Hace muchos años, su madre les había contado la historia más popular acerca de las brujas: si una joven despertaba llena de moretones, como su madre había explicado, era porque una bruja aspiraba su vitalidad y su juventud.

Los días pasaban, y tras cada noche, la niña aparecía con más moretones. Pero aquello no era lo más extraño de todo. El comportamiento extraño de su madre se había agraviado y, a parte, se había visto más joven. Así era cada día.

Aldara estaba cada vez más segura de la verdad: su madre era una bruja. Llena de furia, salió de aquella cabaña, corriendo al mercado. Una vez allí, gritó con toda la fuerza de su voz.

—¡Auxilio! Mi madre... ¡Mi madre es una bruja!

Otras brujas ya habían sido quemadas en el pasado. Las vecinas de Aldara apoyaron lo que ella decía por sus propias sospechas.

Los lugareños gritaron en alarma. Furiosos por el engaño, cegados por sus creencias y sus prejuicios, partieron a la cabaña de Aldara, aclamando la muerte.

La madre, escuchando los gritos de furia, se alarmó. Asustada, intentó huir, pero los lugareños habían rodeado la casa. Mientras tanto, Oria se escondió, sin querer ver lo que iba a suceder. Se sentía traicionada. ¡Su propia madre había intentado matarla poco a poco!

La muchedumbre gritaba incoherencias, insultos, amenazas. Tres hombres, tras varios intentos, lograron tumbar la puerta.

—¿Dónde estás, bruja? ¡Muéstrate! —gritó uno de los hombres.

Aldara, de alguna manera, había logrado entrar en la cabaña, apareciendo en el lugar donde se ocultaba Oria, que no era más que un viejo armario.

—Vamos, hermana —la apresuró Aldara—. Tenemos que salir de aquí —Oria la siguió de buena gana.

Ya para entonces, la madre era esposada con sogas, las cuales lastimaron sus muñecas. Fue empujada, golpeada y maldecida durante el largo recorrido a su muerte. Caminaba con la mirada fija en el suelo, preguntándose que debió haber salido mal.

La mujer no gritó.  Por muy asustada que estuviese, debía mantener su dignidad. Lo último que vio, antes de que pasarán la soga por su cuello y finalmente cayera, fue a su hija mayor, mirándola con una expresión inescrutable.

Aldara volvió a su cómoda cabaña junto a su hermana. A pesar de todo lo sucedido, Oria seguía teniendo moretones, y cada vez se veía más pálida y enfermiza. Finalmente, meses después, murió en su cama, con aspecto de haber envejecido diez años. Otras niñas fueron apareciendo en el pueblo con terribles moretones en los años siguientes.

Aldara pensó en su suerte y sonrió. Después de cientos de años, nadie había sospechado de ella.

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