3 BUENOS Y MALOS AUGURIOS

193 6 0
                                    


La palabra amistad jamás había tenido relevancia en mi vida. En parte porque vivía alejado del mundo y mis encuentros con otras personas eran bastante escuetos. Por otro lado, al abuelo nunca le había agradado verme haciendo amistades por ahí –el caso de "tía" Silvana, la señora que vivía al otro lado del río, fue la única excepción-. Pero echarle la culpa de todo a la geografía y al siempre mal conjurado abuelo, sería sólo para restarle importancia a lo arisco de mi temperamento.

Cómo imaginarán, quien llamaba a mi nombre en la penumbra de la noche, no era otro que Denis, el muchacho que había conocido por la mañana en el bosque. Pude reconocerlo por su inconfundible acento antes de voltear siquiera. Estaba parado sobre un montículo de tierra, junto a otros hombres; en su mano izquierda sostenía un cuenco de barro cocido y con su otra mano me invitaba a acercarme.

Al llegar, sentí como las miradas de todos se clavaban en mi al igual que una ráfaga de flechas disparadas contra un blanco, pero traté de no sentirme intimidado e hice una reverencia inclinando el cuerpo hacia adelante y juntando mis manos tras la espalda –tradición de cortesía en las tierras de Leira, según palabras del abuelo- a modo de saludo. Un estallido de grotescas y enérgicas risotadas me frenó en seco mientras aún tenía la cabeza gacha.

- ¡Eh Denis! ¿Qué nos has traído? ¿A un merodeador o a un cortesano extraviado? – se burló uno de ellos. Tardaron un rato en recomponerse de la risa.

- No les hagas caso León, toma esto y siéntate con nosotros – continuó Denis, ofreciéndome un tazón con algunos restos de comida.

En el centro del grupo había una pequeña hoguera que chisporroteaba con fuerza pese a la persistente lluvia. A nuestro alrededor yacían desparramados cuencos vacíos y huesos de pollo y de res, además de bolsas y diversos pertrechos de viaje. Ni el mal momento ni el hecho de que la comida estaba tan fría como el suelo, me impidieron devorar hasta el último bocado en menos de un minuto.

- Gracias, muchas gracias – dije de buen ánimo, tras haber aliviado un poco el hambre que me retorcía las entrañas.

- No me lo agradezcas a mí, yo me hubiese comido hasta el tuétano de no ser porque no me tocó ningún hueso. El bocadillo fue cortesía de Allen –respondió Denis, señalando a un chico al otro lado de la fogata. Éste era claramente menor que nosotros, tal vez de unos 16 años o menos y su estado era mucho peor que el del resto –que de todos modos no era esplendoroso-.

- No ha sido nada, yo no tenía mucha hambre –dijo el chico con una voz débil y lastimosa-. Además te lo has ganado por haberle dado a Gorkas lo que se merece.

Todos volvieron a reír, felicitándome por el puntapié que le propiné al capataz al salir de Reinlad, como si hubiese sido una gran hazaña. La noticia de nuestro encontronazo se había propagado rápidamente entre los reclutas y, al parecer, yo había adquirido cierta reputación entre ellos, además del mote "pateahocicos". Era tal la excitación al respecto que no parecían notar el hecho de que yo también tenía el rostro partido en dos.

Durante largo rato mantuvimos una distendida charla cobijados por el calor y el resplandor del fuego. Si bien el verano ya estaba próximo, a unas tres semanas nada más, la tormenta había hecho descender considerablemente la temperatura, y las llamas que rozaban mis pies y manos se sentían apenas como una dulce caricia.

Denis y los suyos se divirtieron mucho escuchando mi versión de lo sucedido con el capataz. Debo reconocer que exageré un poco –o bastante- algunas cosas y otras preferí ni siquiera mencionarlas, tal vez para sonar un poco menos patético, o tal vez para intentar engañar a mi propia mente y permitirme olvidar que había caído prisionero por torpeza e inocencia.

El despertar del LeónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora