El cuarto

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- ¿Qué vamos a hacer? - dijo doña Claudia un tanto preocupada, mientras le servía la taza de chocolate caliente a don Francisco, su esposo.

- ¡Ese cuarto no se puede arrendar! - indicó Berta con un tono algo seco; luego, tomó su tasa de té como siempre lo hace en las mañanas.

- Yo no voy a pagar más, hay que arrendarlo, no hay otro modo - dijo Miguel sirviéndose café.

- ¡Estás loco! - grito Berta - ¡Ella va a volver! Cualquier inquilino la vería y, entonces, estaríamos acabados, ya no podríamos hacer nada más.

- ¿Qué opinas? - le preguntó doña Claudia a don Francisco.

- Si aparece alguien, se arrienda - aseveró don Francisco después de haber bebido un sorbo amplio de chocolate.

- ¡Berta tiene razón, ese cuarto no se alquila, no se debe alquilar, nadie puede vivir en él! - gritó doña Claudia preocupada.

- Es cierto, además, hay que pensar que desde que pasó todo, ninguno de nosotros ha vuelto a entrar en la habitación, quién sabe qué aspecto tendrá. - dijo Berta apoyando a doña Claudia.

- ¡No podemos sacar más plata, alguien tiene que arrendarlo o me lavo las manos y no me encargo de nada!- gritó Miguel furioso.

En ese instante, sonó el timbre de la entrada principal, don Francisco se puso en pie y se dirigió a abrir la puerta; doña Claudia junto a los demás se quedaron paralizados, casi como congelados, espectantes; ni siquiera se molestaban por espantar las moscas al rededor de sus bebidas, lo único que escuchaban eran la voz de don Francisco junto a la de un hombre joven, ambos rieron y casi como un palpitar, se escuchó el sonido de las palmas de las manos chocando como cerrando un trato.

- ¡Ay, éste la arrendó! - gritó doña Claudia angustiada poniendo sus manos sobre la cabeza.

- ¡Mierda! - dijo Miguel como arrepintiéndose de lo dicho antes, y con el susto pegado en el cuerpo.

Berta no dijo palabra, tenía cara de ofendida y no planeaba hablar con nadie hasta que se solucionara el asunto. De pronto, entró don Francisco, los vio a todos y dijo "Listo, ya está", con voz de júbilo mientras los demás lo veían paralizados.

- ¿Cómo que ya está? ¿Qué te has creído? No puedes arrendar ese cuarto Francisco, no puedes. ¿Cómo que lo arrendaste y sin decirme nada? Sabes que eso no está bien - gritó doña Claudia casi llorando.

- Tranquilízate, mujer, que eso no es nada serio; todos están exagerando - dijo don Francisco en tono suave y cariñoso queriendo minimizar la situación en la que se encontraba.

- Ella va a aparecer, va a volver - dijo Berta enojada.

- Creo que mejor nos quedamos así, yo sigo pagando - rogó Miguel arrepentido.

- Nada de eso, el inquilino viene mañana, ya cerré el trato y soy hombre de palabra. ¡Ustedes se aguantan! - ordenó don Francisco.

- ¡Maldita sea, Francisco!, ¿vas a ser tú el que le explique al nuevo lo que pasa, lo que pasó? Le tendrás que explicar lo de los pasillos, el ruido en el techo, las ventanas palpitando y la humedad de las paredes. ¿Le dirás que sentirá agotamiento en las tardes y asfixia en la noche? ¿Le explicarás todo lo que padecemos aquí adentro por culpa de ella? - lo regañó doña Claudia - No creo que lo hagas, no creo que él dure.

- No le decimos nada y punto, que él mismo llegue a sus conclusiones y si se quiere ir, vendrán otros.

- ¿Cómo no decirle nada? Nos preguntará a todos y verá que actuamos raro con él.

- Pues no se le menciona el tema y le decimos que está imaginando cosas. Nadie la va a nombrar cerca de él. Necesitamos el dinero y todos lo saben - terminó de decir don Francisco.

Todos agacharon la cabeza, aún no estaban convencidos de poder ocultar su terror; ninguno quería tratar el tema sobre ella o el cuarto, ni siquiera sobre los ruidos en los techos, ni los quejidos en las noches; nadie quería realmente conocer al inquilino, nadie quería dar explicaciones, todos estaban acostumbrados y era imposible que alguien nuevo comprendiera la situación en la que todos se encontraban.

Huéspedes Sin Invitación Donde viven las historias. Descúbrelo ahora