Un suspiro. Una lágrima se escapa de mis ojos, llevo varios años sin llorar, creo que ya son cuatro. El cuarto, blanco y lleno de libros y con ropa tirada por todos lados, se siente nostálgico y se ve grande.
Mi vestido pijama negro está helado, pero yo estoy sentada en la cama de madera, la cual es grande y fría. Estoy bebiendo agua de un vaso de vidrio. El reloj de mi celular marca la media noche. El calendario que mi madre me obsequió hace unos días me indica que ya dejó de ser 30 de octubre y pasó a ser 31 de octubre. Observo a mi acompañante, quien está bebiendo una taza de té. Tristemente este día comenzó con una tormenta. No me asusto, solo siento y recuerdo.
Me imagino como están en casa. En esa gran casa, todos siguen soñando. Mis padres, mi hermano. Todos están disfrutando de sus lugares preferidos en sus mentes imperturbables. Están plácidamente descansando. Todos lo hacen.... menos YO.
Yo no puedo dormir como ellos porque hoy se cumplen cuatro años desde que él me trato de dejarme. Él mi mejor amigo. Mi hermano de otra madre. Él amor de mi vida. Aún recuerdo cómo pasó; cómo fue que me contó aquello que no me quería contar, recuerdo cómo fue...
Yo lo estaba esperando a que terminara su cita, sentada en un sillón de cuero negro, lo suficientemente amplio para que dos personas se sentasen. Recuerdo que la sala de espera era blanca con cuadros de Dalí. Cuadros que me atormentaban y me atormentan hasta hoy, allí estaban colgados: "Monumento imperial a la mujer niña", "Profanación de la Hostia", "El Hombre invisible", "La persistencia de la memoria" y "La metamorfosis de narciso". Los cinco cuadros estaban perfectamente distribuidos en dos de las tres paredes, la cuarta era un vitral que daba a la calle. El consultorio estaba en un décimo piso.
Yo estaba a un lado de la puerta de entrada al consultorio. En la pared frente a mi estaba una señora no muy mayor, pero tampoco joven, quizás en sus cuarenta. Tenía ojos cafés y cabello negro. Vestía un traje con falda de color café. Tomaba un sorbo de café y tecleaba en su computador. Me miraba de vez en cuando, como quien dice que estoy loca por esperar a mi amigo por dos horas sin hacer nada más productivo. Miré el reloj antiguo de madera colgado en la pared. Eran las dos de la tarde. No había nadie más en ese espacio. Solo estábamos ella y yo.
Yo estaba vestida con unos jeans negros, una camiseta blanca, una chaqueta de jean azul y tenis blancos, mis gafas de marco negro, mi cabello en una cola de caballo y tenía mis audífonos puestos, escuchaba "Misguided Ghosts" de Paramore. Llevaba sentada en ese sillón, donde otras personas se han sentado y se sentarán a esperar a que sea su turno para que el especialista las atienda, más o menos una hora esperando a que mi amigo saliera.
No estaba segura de por qué él tenía que ir a esas citas con ese doctor, él no había tenido problemas antes como para tener que ir. Él llevaba un año viéndolo. Pero nunca me había dicho antes de ese día la razón. Ese nefasto día. Ese horrible 31 de octubre.
Aún recuerdo que la puerta al lado del escritorio de madera de la secretaria se abrió. El escritorio parecía viejo y desgastado, pero estaba lleno de papeles y había un computador. Él salió.
Vestía, como siempre, de negro. Pantalones, camisa, chaqueta, tenis; todo negro. Pero había algo diferente. Esos ojos azules que siempre me habían llamado la atención, estaban más apagados de lo normal. Su sonrisa más fingida. Su cabello dorado menos lustroso de lo usual. Sus facciones más agotadas. Su andar más lento, como quien dice "tengo mucho peso en mis hombros". Lo miré con curiosidad, él solo asintió y se despidió de la secretaria, Clara, con una agitación de su mano. Le dijo que volvería.
Aún recuerdo como me dijo que fuéramos por un helado, que me quería explicar. Yo solo asentí. En silencio llegamos a la heladería, que estaba cerca del consultorio de ese médico, que no lo supo ayudar.