El sol zigzagueó por la cama hasta que acarició mi mano.
En ese mismo momento me dije todo lo que había negado durante los días anteriores, como que echaría de menos ese sol que abrasa, que despierta y que anima el alma. Echaría de menos el agradable frío del suelo en un día caluroso. Incluso cabía la posibilidad de que llegase a extrañar el bullicio de la calle que tantas mañanas me había despertado de mal humor. La gente en mi ciudad no hablaba alto. Gritaba.
Sin que pudieses prevenirlo te encontrabas envuelta en una conversación que no estaba dirigida a ti sobre gente que ni siquiera conocías. Como Alicia, que había dejado a su marido tras treinta años juntos. O el hijo pequeño de Matilde, que había dejado embarazada a una chica de su edad cuando ambos ni siquiera habían cumplido los dieciocho. Historias de personas sin rostro que no interesaban en lo más mínimo y me hacían querer levantarme de la cama, abrir la ventana y gritar a las señoras de abajo que la puerta de mi casa no era sitio para cotorrear.
Para eso siempre se iba a la iglesia.
Respiré profundamente mientras sonreía para engañar al cuerpo. Ahora que ya quedó en el pasado puedo confesarme y admitir que mis ojos bailaban anegados en lágrimas.
Abrí los ojos finalmente, intentando que mi organismo no respondiese a la primaria necesidad de ir al baño. Todo porque quería quedarme entre mis sábanas, en mi cama, en mi cuarto todo el día. Quería disfrutar un poco más de la comodidad, del aroma a lavanda del suavizante que usaba mi madre y, por qué no, mentirme y decirme que ese no era el día, que me había equivocado y adelantado el calendario en mi cabeza.
Y me sentí triste porque sabía que aquello era imposible y prueba de ello era la enorme maleta de color naranja que me vigilaba desde la puerta sonriéndome con sarna. La veía abultada, gritándome en silencio que todo lo que había en su interior era mío, que sería lo único que iba a necesitar durante unos meses en adelante y que no podía abrirla para meter nada de última hora. Porque no cabían ni siquiera un par de calcetines más.
La miré y recordé el día que la compré para mi primera salida al extranjero. El instituto había organizado un viaje de fin de curso y visitaríamos Italia. El típico circuito que duraba una semana, que iba de norte a sur del país de la pizza y que todas y cada una de las agencias de viaje de mi ciudad ofertaban. Visitaríamos Roma, Florencia, Pisa y alguna ciudad más que quedó relegada al olvido.
La mayor preocupación de mi madre era que fuese de un color fuerte para poder verla rápidamente y que nadie me la robase. Como si tener un color naranja chillón protegiese de hurtos porque llevase incorporado una alarma de seguridad. Pero no le dije nada, dejé que escogiese ella misma la que veía más capaz de soportar los veinte kilos de equipaje que empezaban con un viaje por Italia y seguiría conmigo durante incontables ocasiones.
La dejé hacer porque ella necesitaba ocuparse hasta de los detalles más mínimos e insignificantes, porque esa sucesión de tareas le hacía creer que iba mejor preparada para el mundo desconocido, enorme y algo visceral. Como si una maleta de color estridente me fuese a servir de escudo o coraza frente a todo lo peor que es capaz de presentar el mundo y la sociedad que habita en él.
Recuerdo que sonrió cuando volví y miró la maleta como quien observa a un amigo que ha cuidado de su bien más preciado. Puede que fuese porque en mi casa no éramos creyentes y en ese momento de incertidumbre y angustia siempre hay que creer en algo. Puede también porque innegablemente soy su hija favorita. El hecho de que sea su única hija no condiciona en nada a lo sucedido.
Y así me encontraba esa mañana de agosto, siete años después de esa primera experiencia, mirando la misma maleta que me acompañó en más ocasiones por Francia, Hungría, Grecia, Reino Unido y que también fue fiel compañera en las vacaciones familiares por toda España. Sin embargo, ese día su silueta no conseguía calmarme ni me entusiasmaba como en todas esas ocasiones anteriores.
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Si solo yo.
RomanceMaría Alonso deja su tierra, su casa, su familia y todo lo conocido para viajar a Londres. Allí conocerá por casualidad, como todo lo que sucede en la vida, como todos los capítulos que te marcan para siempre a Chris Lower. Si tan solo ella hubiese...