El Copista

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Por última vez en ese día, la pluma de ganso se alimentó del tintero, para luego danzar sobre la hoja final y tatuar en su superficie pesadillas y alucinaciones. El Copista hizo su trabajo con cuidado y precisión, usando una letra fina y clara, una copia perfecta del libro que tenía frente a él. Había reproducido cada palabra blasfema, cada demente diseño, cada ilustración abominable con empeño casi religioso.

El libro era un abismo de horrores primordiales. Uno que solo él se hubiera atrevido, hasta cierto punto, a descifrar.

Así determinó que se trataba de un libro oscuro, dedicado a criaturas que harían gritar a los generales más experimentados, y rituales tan atroces que su mera preparación volvería loco a cualquier pobre espectador. Un libro que ya era viejo cuando la letra y la palabra eran jóvenes. Único, posiblemente sin copia alguna en toda la tierra, de páginas frágiles y colores marchitos, y eso lo hacía invaluable para El Copista y la biblioteca. Todo conocimiento, aún uno tan torcido como el de aquel libro, era la herencia, el verdadero tesoro de la humanidad. Si aquel libro de encuadernado tenebroso se perdía o era destruido, una parte de la raza humana moriría para siempre con él. El Abad fue claro sobre su destino, y que el Copista sería el único que se le acercaría.

Pero él no le temía, ni siquiera recordaría letra alguna.

Se trataba, al fin y al cabo, de solo un libro. Hojas inanimadas, tinta seca con formas de letras o criaturas. El libro por si solo era inofensivo. El peligro estaba en quien lo abriera. Pero él lo hacía con gusto, sin preocupaciones, a sabiendas que nunca guardaría en su memoria detalle alguno del contenido, aunque hacer una copia así le tomara el doble de tiempo. Sus ojos veían las letras, sus manos dibujaban los trazos, pero su mente no conservaría ninguna palabra completa, pues trabajaba bajo una profunda meditación. Era como despertar de un sueño con solo fragmentos inconexos de imágenes sin sentido.

Un trabajo lento, pero ahora la copia estaba lista y el conocimiento que guardaba, tan horrible como irremplazable, estaba asegurado. Un conocimiento en letras y dibujos con tinta como obsidiana y una sola hoja con detalles en oscuro bermellón. Una sola.

El Copista limpió la pluma de tinta y dio un suspiro para relajarse. No contempló su trabajo directamente, pero sí le dedicó una sonrisa mientras acariciaba suavemente su barba blanca. Cerró el original sintiendo la extraña familiaridad de la cubierta: piel humana contra piel aparentemente animal. Se levantó de su silla de madera mientras dirigía su rostro al ventanal que le daba luz a su estudio. Estaba solo, igual que lo había estado en ese cuarto durante sus trances. El sol le calentó la piel y pudo sentir que los músculos de sus mejillas se relajaban. Tomó por última vez el original y lo puso bajo su brazo, mientras se preparaba para salir del estudio y cerrarlo con llave. Primero llevaría el original al lugar de su reposo final, luego, regresaría por la copia cuando la tinta se hubiera secado del todo para catalogarlo adecuadamente.

Cuando su mano se posaba en la pesada llave de metal en su cintura, un fresco viento proveniente desde el ventanal sacudió su barba, no sin cierta violencia, acompañado del silbido característico de los espacios estrechos. Al Copista le preocupó que las hojas se agitaran y se movieran, cambiando la hoja antes de que la tinta se secara, por lo que procuró una guarda que mantuviera el libro en su posición actual. Apenas había terminado esta precaución cuando un golpe repentino lo sobresaltó. La pesada tranca de madera que permitía bloquear la puerta había caído con todo su peso. Extrañado, levantó la tranca y sin más ceremonia introdujo su llave en la cerradura. Esta chilló, replicó y se resistió como sólo un objeto antiguo y terco puede hacerlo, incluso con un mayor brío de lo normal. Finalmente cedió y la pesada puerta de madera dio paso a los solemnes pasillos de la biblioteca, iluminados por la luz a través de los diversos ventanales que le adornaban, así como por antorchas que apartaban las sombras que el sol no podía tocar.

El CopistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora