Una celda enterrada

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Una gota de agua mugrienta cayó sobre su mejilla y se deslizó hacia el suelo siguiendo el surco de una cicatriz. El eco de la gota al explotar contra el suelo resonó por toda la celda y el hombre despertó. La oscuridad le rodeaba. Apestaba a tierra, humedad y muerte. Olía como una tumba abierta.
Trató de incorporarse. Sus piernas le temblaban, sus ropas húmedas se adherían a su piel dificultando sus movimientos, sus manos no lograban asirse a la fría roca de la pared. Resbaló y cayó hacia un lado, sobre su compañero de celda. Fue entonces cuando vio el primer resplandor.
El otro no se movió. El hombre se sentó de nuevo a su lado con torpeza, mirando la tenue luz azulada que se había encendido frente a sus ojos. Las primeras palabras que dijo salieron roncas a través de sus labios.
—¿Hola?
Su propia voz le respondió, resonando en un eco cada vez mas débil. La luz frente a él tembló y se apagó como la llama de una vela al ser soplada.
—¡No!
Desesperado, el hombre alargó una mano hacia ella. Sintió la helada piel de otro hombre, la aspereza de una barba de varios dias. Vislumbró por un instante un rostro cadavérico, los ojos aún abiertos mirándole con fijeza, el flequillo desparramado por la frente, sangre reseca creando una siniestra máscara.
El hombre apartó la mano y el rostro del otro se desvaneció. Estaba de nuevo en la oscuridad, silenciosa excepto por el corretear de las ratas. La llama azulada volvió a encenderse. Aquella luz, aunque más pequeña que al principio, era reconfortante.
El otro tosió. Cálidas gotas de sangre cayeron sobre las manos del hombre. La luz titiló.
—Máteme.
La voz fue apenas audible. El hombre no dijo nada, miraba la luz que se iba apagando.
—Máteme, se lo suplico.
Nuevas gotitas de sangre le mancharon.
—¿Por qué?
Ya era tarde para hacer preguntas. La llama azulada se encogió hasta desaparecer. El hombre aguardó.
—¿Señor?
No hubo respuesta. El otro había muerto. El hombre se durmió.
Le era imposible saber cuanto tiempo había transcurrido hasta que el roer de las ratas le despertó. Por un momento no comprendió lo que sucedía. Al incorporarse y hundir una mano en un charco caliente y viscoso, lo supo.
—Largaos— gruñó, asqueado ante los ruidos de ratas mordisqueando la piel, entrando en el cuerpo de su compañero, devorándole las entrañas.
—¡Largaos!
Una pequeña luz roja se encendió donde antes había estado la azul. Un gemido largo e inhumano surgió del cuerpo. Las ratas callaron, inmóviles. El hombre notó como a su lado el otro se movía. Sintió el impulso de alejarse. La llama carmesí le inquietaba más que el muerto levantándose.
Un movimiento rápido agitó el aire. Una rata chilló. Un chorro de sangre le manchó la cara. Más ratas huían a su alrededor. Una le rozó la mano. La luz roja no dejaba de crecer mientras era el otro ahora el que despedazaba y se comía a las ratas que minutos antes se habían alimentado de él. Escuchaba como masticaba la carne cruda, el chasquido de su garganta al tragar.
Unos minutos después el rostro del otro se inclinó frente a él. La luz roja brillaba tanto que parecía fuego. Estaba a un palmo de él.
Un aliento helado e inmundo le acarició la cara haciéndole retroceder. Su espalda chocó contra la pared. Sus manos buscaban a ciegas por el suelo algo para apartar a aquel ser, pues no se atrevía a tocarlo.
Sus dedos rozaron una empuñadura, empujándola lejos por error. La buscó frenéticamente hasta volver a encontrarla y la agarró con fuerza. La alzó. La espada pesaba mas de lo que pensaba. Ensartó con un solo movimiento al otro y presionó hasta que atravesó atravesó el pecho y aquella luz. La sangre manaba lenta como la lava de la herida y se escurría por la empuñadura y por su mano, goteando sobre el suelo. La respiración nauseabunda del otro le rozó el rostro mientras la llama roja se iba extinguiendo hasta apagarse y el ser se desplomó sobre él definitivamente muerto.
Lo echó a un lado, tiró hasta extraer la espada del cuerpo y usándola de apoyo se levantó. Con las manos fue palpando las paredes. Armado se sentía mas seguro y aborrecía la idea de permanecer por más tiempo con aquello que en algún momento había sido humano, pero que con certeza ya no lo era.
Sus dedos tocaron una puerta de madera. Se estaba pudriendo. El hombre la golpeó con el hombro. No cedió ni un milímetro, se mantenía firme sellando la salida. Unas cadenas tintinearon oxidadas. La espada las rompió con facilidad y la puerta se entornó chirriando. Afuera, la parpadeante luz de unas antorchas iluminó la celda, el filo de la espada centelleó. Sin embargo, el hombre continuaba sumido en la oscuridad.

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⏰ Última actualización: Apr 25, 2016 ⏰

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