Azules.
Despertar una mañana con las gotas de lluvia rozando el cristal y no tener fuerzas para levantarte. Anoche apagaste todo lo que te comunicara con el exterior porque quisiste hablar y no supiste pronunciar una palabra. Anoche te dolía la cabeza y el mundo te caía sobre los hombros como castigo divino. Pero no eres ningún Dios y hoy te ha aplastado. La luz se cuela por las rendijas de la ventana, sin que nadie la haya invitado a entrar. Te roza la cara, y no hay ni rastro de suavidad ni ternura en ese roce. Es realidad y te escondes debajo del edredón como si la vida se te fuese por los huecos. Te cuesta respirar pero no quieres salir, no quieres, no quieres, no puedes. El mundo es muy grande y tú eres un punto entre millones. Te sientes insignificante. Te sientes impotente.
Azules.
Es el nudo en tu garganta y las lágrimas que caen como pequeñas perlas por tus mejillas destrozadas. Es la forma en la que bailas cuando nadie te está mirando, es cómo cantas mientras tanto y el golpe contra el suelo por emocionarte demasiado. Es el conocimiento de ser algo, de estar aquí, de ser alguien. Es, también, el preguntarnos por qué lo somos. Por qué estamos donde estamos.
Azules.
El mar golpeando las rocas, implacable, con rabia y como si estas tuvieran culpa de algo. Es el mar en calma, fundiéndose con el cielo. Eres tú intentando diferenciarlos, sentado en la arena sin tener consciencia de más que los colores que tienes delante. Es la fuerza de la lluvia en un tormenta y es esa persona que más de una vez se quedó debajo de ella, como si el resto de la vida no existiera y esas gotas no le estuvieran mojando. Azul oscuro era la persona bajo el paraguas transparente deseando ser tan valiente como quien estaba directamente bajo el agua. Azul claro eras tú, esa mañana, entre tu edredón de un blanco puro como querías ser y como no estabas preparado.
Azules.
Y vuelta a empezar.