Veníamos con un relax envidiable tras quince días en el archipiélago canario, con un tiempo que hubiese firmado cualquiera en el momento de hacer efectivo el yimporte de los billetes de avión. El taxi nos dejó en la puerta de casa, pero como traíamos bastante apetito, yo subí con las maletas, mientras mi esposa se acercó al bar-tienda del barrio para conseguir algo para cenar.
Al entrar en casa recibí un impacto de mal olor y, en seguida, descubrí que venía de la cocina, más concretamente del fregadero. Hice una composición rápida del lugar: cuando nos habíamos ido, el fregadero llevaba un par de días sin desaguar bien; seguramente aquel olor prevenía de las descomposición durante dos semanas de los restos que formaban aquel atasco.
Rápidamente, me dispuse a solucionarlo para que no quedasen pistas. Puse el cubo de la fregona debajo del fregadero y desenrosqué la pieza de la parte baja del desagüe. Cuando iba dando las últimas vueltas me cayó algo de agua sucia por las muñecas, lo que ya me puso a la defensiva y, al abrir..., ¡qué asco de olor!, pude ver que había varias cosas descompuestas, pero predominaban los trozos de espagueti.
Esto me revolvió un poco el estómago y medio me mareé. En fin, que estaba agachado y a un metro tenía el cubo de basura de pedal. En esa misma posición, apreté el pedal con la mano izquierda y, rápidamente, giré el cuerpo para encestar en el polvero lo que estaba en mi mano derecha, o sea, los espaguetis colgando de la tapa. Como es imaginable, en este movimiento la mano entra en el recipiente y la cara asoma desde el borde.
La bocanada que me tragué fue brutal. Aumentó mi mareo y debido a la posición poco estable en la que estaba, perdí el equilibrio y me dí con el lateral de la cabeza contra el borde de una silla. La explicación es que el día que partimos hacia las Islas me tocaba bajar la basura y con las prisas se me había olvidado. Pero no era una basura como la de cualquier día porque había restos de pescado, y estábamos quince días después. El compost estaba casi hecho en mi propio domicilio.
No me dio tiempo a camuflar la situación. Cuando subió mi mujer, estaba recuperándome del mareo sentado en una silla de la cocina y me había puesto un poco de hielo en la cabeza para tratar de contener el rápido volumen que estaba alcanzando el chichón.
En este caso, la bronca no fue por no haber bajado la basura, sino que mi mujer repetía una y otra vez: ¡Cerdo! ¡Pero mira que te dije que el fregadero no es un vertedero! ¡Primero se vacían los platos en la basura y luego se lavan! ¡Es la única casa que conozco donde el chupón desatascador está siempre por el medio!