Sábado

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Sábado

Sonreía de manera extraña mientras me miraba, complaciente. Una rara combinación, pero bien podía deberse a que yo todavía no despertaba del todo.

     Sentía calor bajo las sábanas, su cuerpo rozándome, sus manos en mis muslos. Fui yo quien sonrió esta vez, pero rápidamente me volteé, soñolienta, decidida a seguir descansando. Entonces me siguió, me rodeó la cintura y apretó uno de mis senos. Al voltearme nuevamente para encararlo, seguía sonriendo de manera extraña. Sentí un tremendo escalofrío. Y como no quise que lo malinterpretara y lo considerara como una señal de deseo, ronroneé como si todavía estuviera más dormida que despierta. Luego, quejándome de que necesitaba ir al baño, me levanté de la cama, dejándolo sobre las sábanas tan desnudo como había permanecido toda la noche.

     Me vi en el espejo del baño: tenía el cabello revuelto, el rostro algo pálido, y los labios muy rojos. No había nada diferente en mí a pesar de todo, lo que terminó decepcionándome; quizá, todo el asunto con el amante de mi madre no se debiera en realidad a esos sentimientos tan dispares que en silencio le profesaba, escondidos siempre detrás de una sonrisa de complacencia, de la sumisión de las hijas mujeres con padres cariñosos pero ausentes y madres también ausentes pero más frías, con el dinero contante y sonante y una rebeldía de lo más pasiva. Podría pasar como una suerte de competencia; sin saberlo me enfrentaba a ella, quien a su vez debía enfrentarme aunque de otra manera; esa rivalidad entre mujeres que en realidad no existe sino hasta que las mujeres llegan a conocerse tanto como para aceptar en la otra eso que el mundo ha hecho de nosotras. No peleábamos un hombre, él era más bien un medio, una herramienta si cabía; peleábamos porque no encontrábamos en la otra eso que por naturaleza teníamos que compartir. Tal vez todo se debiera a que no aceptábamos que no nos pertenecíamos la una a la otra: ella era mi madre sólo de nombre y apellido, y yo era su hija sólo por un formalismo biológico que no tuvo en cuenta las exigencias que ella misma se había propuesto como condición para amar al fruto de sus entrañas. Siendo una recién nacida es obvio que no alcancé a ver la decepción en los ojos de mi madre al no ser todo lo que ella había soñado, pero a veces lo soñaba y descubría, azorada, que esa era la verdadera razón de mi llanto.

     Había tantas formas de librar esta batalla, dije en silencio, frente al espejo. Vi mis labios, ahora menos rojos, moverse formando cada acallada sílaba devorada ahora por el reflejo que se parecía a mí, pero dudaba que lo fuera. Había armonía en esa imagen, y por dentro yo sólo sentía una falsa paz, la satisfacción de la piel y el miedo infinito a lo desconocido.

     Cuando dejé el cuarto de baño, Thomas ya estaba vestido; había arreglado la cama y dos tazas de humeante y aromático café descansaban sobre uno de los taburetes.

     Me senté en la orilla de la cama, alcancé una de las tazas y bebí: estaba cargado. Al verme arrugar la cara Thomas sonrió, mientras llevaba la taza hasta sus labios. Luego se disculpó por no tener nada decente con qué acompañar el café, para después agregar que era bienvenida a quedarme todo lo que se me apeteciera, de todas formas, él no tenía planes para ese fin de semana aparte de la cobranza de un dinero que con mucha emoción esperaba.

     Lo del dinero despertó mi interés. Podía tratarse de mamá, de uno de sus encuentros furtivos. Adelantándome esa salida tal vez se proponía que su ausencia no me incomodara, y diciéndolo en medio de una conversación tan banal quizá apostaba por mi inadvertencia. No contaba con que yo llevaba esperando ese encuentro desde que lo conocí.

     El oscuro líquido en la taza comenzó a enfriarse. El humo poco a poco dejó de elevarse hacia el cielo. Me perdí en ese pozo negro, tratando de contestarme a mí misma. Si se encontraban, ¿qué haría yo? ¿Saldría desde la oscuridad para plantearme entre ellos y así hacerle saber a mi madre que no era tan inteligente como quería hacerle creer al mundo? ¿Me burlaría de ella y de su falsa elegancia, de esa arrogancia que le hacía creer que nadie conocía esa segunda vida aparte de papá y su secretaria? ¿Mutilaría su ego al demostrarle que con dinero o sin él, los hombres seguían prefiriendo a las mujeres jóvenes? Niñerías todas, me dije. Le di un último sorbo al café antes de levantarme para dejar la taza en el pequeño lavatrastos.

El amanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora