8. SESSHŌMARU: La bestia se despierta

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Séptima luna del 1501. Sengoku Jidai / Muromachi.
Entre dos mundos: Cementerio Yōkai

No me lo puedo creer. El colmillo de mi padre acaba de rechazarme. Después de décadas de búsqueda, siglos de entrenamiento y preparación, la descarga de dolor en mi mano fue insoportable. Y yo tengo pero que mucha resistencia al dolor. No es que no pudiera sacarla de la piedra, es que no pude ni sujetarla. Se acabó. ¡Maldito viejo, tu ganas! Que se la quede tu engendro, seguro que viene detrás mía con ese inútil saco de carne humana a la espalda. Está claro que la Noble Casa del Oeste te importa un bledo. Tu familia, tu honor, tu vida..., todo al garete por una humana. Por una absurda bolsa de sangre y huesos.

Ya huelo al chucho. Tal como suponía, se trae a la humana escandalosa con él. Esa persona ridícula que antes de cruzar la barrera se atrevía a mirarme con reproche. "Este Sesshōmaru hace lo que le da la gana, estúpida desvergonzada bolsa de carne. No te atrevas a mirarme así." Eso le tendría que haber dicho, pero una vez más ese olor me distrajo. No entendía por qué esa humana me molestaba tanto. Quizá porque su olor atontaba mis sentidos o porque su mirada no mostraba ni pizca de miedo o respeto.

Dejo al hanyō que se acerque e intente sacar la espada. Ya tenía asimilado que mi padre me la había vuelto a jugar y no dudaba que el colmillo aceptaría a mi hermanastro. Total, tendría que matarlo de todas formas, por lo menos con Tessaiga podría representar algún reto. "Escoger un rival débil es la deshonra del guerrero". Otra inútil frase de mi padre, aunque ésta sí se me aplicaba mejor.

Pero el engendro tampoco tuvo éxito. Si bien la espada no le rechazó, fue incapaz de sacarla de la piedra. Decepción hasta el final. Se acabó el tiempo. Hora de hacer limpieza.

La pelea es tan desigual que me aburre a muerte. Trato de no acabar demasiado rápido pero me resulta difícil contenerme. Si me paso de fuerza le romperé todos los huesos y no me servirá para jugar con él. Además, me cuesta concentrarme con ese olor. Inconscientemente, miro de reojo a la humana. Me resulta mucho más interesante que la pelea con Inuyasha. Yako se incorpora y la sigue con la mirada. Eso ya es un poco raro, que Yako prefiera observar a la hembra antes que derramar sangre... Aparto el incómodo pensamiento y esquivo mecánicamente los golpes de mi hermanastro.

Jaken decide en ese momento "ayudar", tratando de quemar a Inuyasha por detrás, lo que desata una vez más mi ira. Más tarde tendré que castigarle y si estoy de mal humor será su último castigo. Entonces, una ola de jazmín y lluvia inunda mis fosas nasales hasta marearme. La estúpida hembra de Inuyasha ha salido corriendo de su escondite para detener a Jaken. La observo de reojo; sus torpes movimientos me hacen sonreír y una bola se me empieza a formar lentamente en la garganta. No reconozco la sensación pero, una vez más, hace que aumente mi ansiedad. Cuando ella cae al suelo, tropezando con su propia sombra, la bola de mi garganta empieza a dificultarme la respiración. Cojo al engendro del cuello y lo lanzo con todas mis fuerzas contra Jaken. No tengo ni idea de porque he hecho algo así pero la bola se deshace de inmediato. De repente me siento más ligero. Me acerco a ella, disfrutando de su aroma, y lanzo al guiñapo lejos. Yako gime suavemente y ambos nos quedamos embobados mirando el color oscuro, cálido, profundo -como a madera lacada- de sus ojos. Ese es el color que buscaba, no el amarillo blanquecino de esa zorra. El viejo sapo se espabila y yo, con gran esfuerzo, rompo el contacto visual. Le atizo una muy gorda a Jaken para asegurarme de que no vuelva a molestar a la humana y vuelvo a lo mío con un suspiro.

La humana está ansiosa; a los tres olores que tanto me gustan se añade un cuarto: ácido cítrico... Noto su preocupación por el engendro y eso me resulta sumamente molesto. La observo de reojo mientras me desquito, fundiendo con mis garras venenosas, las rocas a mí alrededor. En ese momento, su expresión de preocupación se transforma en una de determinación. Siento el brillo de su mirada calentar mi espalda. Ella me odia, con todas sus fuerzas. Normal, estoy a punto de asesinar a su macho... Si fuera yōkai, tras matarlo, podría reclamarla como botín y poseerla... Ante esa absurda idea, Yako se pone a dar saltos de alegría. ¿Pero en qué demonios estoy pensando? ¡Ella es humana, por los dioses!

A mi no me importa.

Hacía tanto que no oía la voz de Yako que casi ni le reconocía. Mi bestia movía el rabo y salivaba con la lengua fuera. La mirada cada vez más desquiciada, clavada en la humana.

Antes de que se me ocurriera algo que contestarle todo cambió. La absurda humana se incorporaba y sin el más mínimo esfuerzo lograba sacar a Tessaiga de la roca. Entonces lo vi por primera vez en mi vida. El color del reiki era rosado pálido y sus hilos fluían como finas hebras alrededor de sus manos, pecho y frente. Supe enseguida que ese era el tercer misterioso olor: ese que me atraía como un imán, el olor del reiki sagrado de una miko. Esa misteriosa energía, contraria a nuestro yōki, que si es lo bastante potente podría purificarme incluso a mí, hasta quedarme convertido en un montoncito de ceniza.

Ella es poderosa —dice Yako con una voz cada vez más grave—. La deseo. Quiero que sea mía. 

Definitivamente, mi bestia está fuera de control. Debe de haberse vuelto majareta.

—Ella es una miserable humana, indigna de Este Sesshōmaru —contesto apretando los dientes.

Mientras, en mi mente los gruñidos subían de nivel; la miserable humana le lanzaba la espada a Inuyasha y éste, sorprendentemente lograba que mostrase su verdadera forma. La discusión con Yako deberá posponerse.

El chucho, aun con la espada, es un poema a la inutilidad. Lo único que hacía era descargar golpes en cualquier dirección, como si estuviera cortando bambú con un machete. Tan patético estaba resultando que no me molestaba en parar los golpes sino que los esquivaba sin prácticamente cansarme. Uno de esos espadazos fallidos, por culpa de la inercia, acabó partiendo la columna central de la caverna. El cráneo petrificado de mi padre se caía a pedazos. Cierto que yo también había colaborado a su ruina con mis zarpas envenenadas, pero de no haber sido por la torpeza del chucho, no se habría desatado el derrumbamiento. El muy zángano seguía dando espadazos al azar; ni a él ni a mí las rocas nos llamaban mucho la atención y un cretino como Inuyasha es capaz de enzarzarse en la pelea sin sentir ni oír nada a su alrededor. Pero yo tenía otro nivel, otros reflejos y la capacidad de racionalizarlo todo. Por ello no entendía a qué demonios se debía, de nuevo, la súbita aparición de la bola en mi garganta. Entonces pude ver, con mi vista periférica, como una roca caía a pocos centímetros de la cabeza de la humana. Una bola todavía más grande se me formó en el estómago, sentí sabor de la amarga bilis en la base de la lengua y, por primera vez en muchos años, una patina de sudor frío me cubrió la espalda.

—¡Inuyasha! ¡Hay que salir de aquí antes de que el techo colapse!—escucho su voz cantarina, temblorosa por el miedo. Me falta el aire. Miro a mi hermanastro, esperando que reaccione, que la coja en brazos y la saque de aquí. Yo esperaré con gusto a que este a salvo. Pero no, el hanyō tiene los ojos nublados y rojizos por el odio. Su sangre demoníaca le empieza a controlar y no escucha la llamada de su hembra.

—No es su hembra—gruñe Yako—, no está marcada.  

Yo bastante tengo con controlar a mi bestia, que está a punto de arrancarse las cadenas. Con un energúmeno descontrolado por caverna es suficiente. Decido ir a sacudir a Inuyasha por el cuello y a insuflarle algo de responsabilidad para con su hembra a base de hostias, cuando un grito de dolor ahogado me clava en el sitio y una nube tóxica del olor más embriagante que haya olido jamás, hace que prácticamente pierda el sentido. Giro para mirarla y veo un líquido rojo y espeso empapar su espalda. El olor de su sangre me excita como nada me había excitado antes. Me deshabilita, caen mis defensas, mis ojos se nublan y Yako logra por fin arrancarse las cadenas y tomar el control.

—No le hagas daño—. Es mi último pensamiento coherente, la última orden a mi bestia.

—No te preocupes —escucho la voz cargada de maldad de Yako cada vez más lejos.—Nunca le haría daño. ELLA ES MÍA.

 ELLA ES MÍA

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