... Y entonces creó Dios el Sol y la Luna, y dividió así la jornada en día y noche. El Sol reinaba sobre el día; sobre la noche y el resto de las estrellas, la Luna. El Sol lo iluminaba todo, inundando de vida cada rincón de la Tierra. La Luna cubría majestuosa todos los seres con su mágico manto de sueños y oscuridad.
El Sol y la Luna alternaban sus reinados en el trono de la cúpula celeste. Al amanecer, el Sol despertaba y subía a darle el relevo a la Luna, agotada ya de iluminar la noche entera su reino de sombras. Al anochecer regresaba ella para darle al Sol su merecido descanso.
Así pasaron los días, los meses, los años… Dicen que fueron casi cinco siglos hasta que día y noche pasaran a ser una sola cosa. Cinco siglos hasta que un día las miradas del Sol y la Luna se cruzaron por un momento al anochecer. Tanto tiempo habían pasado relevándose que, de tanto mirarse de reojo, de tanto imaginarse qué haría el otro cuando no estaba presente, ese día nació el amor entre el Sol y la Luna.
Tras esa mirada fugaz y eterna a la vez, los dos se fundieron en un cálido e intenso abrazo. Como ya era tarde, el Sol y la Luna decidieron pasar la noche juntos. Y esa noche la oscuridad y las sombras fueron sustituidas por una radiante luz blanca que dotaba a cada rincón de un aire de mágica pureza.
Y el abrazo que empezó aquella noche, se prolongó durante meses, y con él, esa luz maravillosa. El amor del Sol y la Luna anegó todo el planeta, dándole un cálido resplandor de felicidad y armonía.
Al principio todo era muy bueno. La luz embriagadora que irradiaban los cuerpos fundidos de los astros llenaba de belleza hasta el último rincón de la Tierra.
Todo era brillo y esplendor, todo era belleza. Las montañas, las serraladas majestuosas que con sus picos nevados rascaban las nubes, haciendo derramar sobre los campos fértiles pequeñas gotas de vida; los valles, las llanuras, los prados, los bosques; mares y océanos, ríos y lagos.
Todos los animales, del más pequeño al más grande, del más fiero al más manso, las bestias del campo, las aves, los peces, se dejaban contagiar por el amor del Sol y la Luna. Todos bailaban al ritmo que marcaban esos dos corazones fundidos por el fuego de la pasión. Todo era perfección y brillo y música.
Pero según pasaba el tiempo, el Sol y la Luna se iban dando cuenta de que algo fallaba. Había algo que no funcionaba correctamente. Y es que cuando ambos decidieron unirse no cayeron en la cuenta de que la noche iba a dejar de existir. De hecho, al principio nadie se dio cuenta. La felicidad reinante disfrazaba los problemas reales de la ausencia de la noche.
Sin embargo, pronto empezaron a hacerse patentes estos problemas. Los animales diurnos, acostumbrados a dormir de noche, no tenían ahora el descanso que necesitaban, y pronto comenzaron a caer enfermos. Los animales nocturnos, por otra parte, no eran capaces de realizar sus funciones a plena luz del día.
El Sol y la Luna empezaron a ver que aquella idílica unión estaba perjudicando a su hermana Tierra, y que de seguir con ella iban a acabar con toda la vida del planeta. Por esta razón empezaron a pensar con pavor en la única solución posible: volver a separarse para que existiera de nuevo la noche.
La Luna lloraba desconsolada por la idea, y el Sol, desolado, trataba de parecer fuerte para que la Luna no lo pasara tan mal, aunque en verdad estaba destrozado. Ninguno de los dos podía soportar la idea de vivir separado del otro después de tanto tiempo juntos, después de tanto tiempo de amor y de magia, después de tanto tiempo con el único calor de sus almas.
Por fin, con todo el dolor del mundo, el Sol y la Luna se separaron para siempre, y el Sol se fue a dormir. Esa noche fue la noche más larga de todas, la noche más amarga, la noche más oscura. La Luna pasó la noche llorando, y entre lágrima y lágrima derramaba también un pedazo de su corazón roto.
Al amanecer, cuando subió el Sol al trono a sustituir a la Luna, ambos se miraron en silencio. Sus rostros expresaban la angustia del momento, el dolor de un amor eterno condenado a ser imposible. Tras esa mirada resignada, la Luna se retiró a sus aposentos para descansar, dejándole el trono al rey Sol.
Fue un frío y largo día de verano. El Sol, apesadumbrado, no hizo ningún esfuerzo en alumbrar, y el único calor que desprendía era el que provenía del recuerdo aun encendido de su amor con la Luna.
Los días pasaron lenta y pesadamente, y las noches se hacían eternas sin el amor entre el Sol y la Luna. Poco a poco, los dos amantes empezaron a comprender que la situación era irremediable, y que tendrían que hacer algo si no querían morir de amor.
Así que decidieron aprovechar los dos momentos en que coincidían: el amanecer y el anochecer. Eran sólo unos minutos pero entre los dos aprendieron a hacerlos eternos. Cada amanecer y cada anochecer desataban su pasión, y dejaban paso a la lujuria. El cielo se encendía, y un tono rojizo inundaba el horizonte. Desde entonces y hasta hoy el Sol y la Luna han estado amándose día tras día, viviendo su romance cada amanecer y cada anochecer como si fuera la última vez.
Y es por eso que hoy contemplamos con asombro la mágica luz de los dos momentos más bellos del día.
Juan Enrique Tortajada Gimeno
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El Sol y la Luna
Romanceesta hermosisimo este relato de amor, se me erizo la piel, desconosco el autor.. dicen que hay muchas leyendas del sol y la luna, sera cierta esta bella historia de amor?